La pandemia es el siglo XXI.

La depresión es la pandemia del siglo veintiuno. Y la soledad de los ancianos. Y el insomnio. Y la obesidad. Y el trastorno por ansiedad generalizada. Y la diabetes. Y el estrés laboral. Y las resistencias antibióticas. Y el ciberacoso.  Y la miopía. Y el síndrome de Peter Pan. Y la adicción al juego. Y el desarraigo. Y la anorexia… Nuestro siglo se compone únicamente, al parecer, de pandemias fragmentadas por territorios poblacionales, de pequeños litigios indolentes, de agonías más o menos indiscretas, acumuladas en la sangre como el colesterol malo, que es otra pandemia que he olvidado incluir: el colesterol malo en la sangre.

La idea de la pandemia nos es comodísima. Es grata. Es maleable. Es incluso amistosa. Como una mascota huraña por la que sentimos tanto o más cariño cuanto más huraña es. La idea de la pandemia refiere a un agente externo que nos afecta nocivamente, como por ejemplo, cuando hablamos de pandemias víricas o bacteriológicas. Uno sospecharía, en el caso de que fuera un poco impertinente, que con este concepto de lo pandémico pretendemos eludir  los conflictos que nuestro sistema social suscita, al evadir la cuestión principal por el agravio del agente externo o por la amenaza que supone. Porque en lo que todas estas “pandemias” son idénticas es, precisamente, en que no surgen ni las invoca ningún agente externo, sino que surgen o las invocan las contradicciones del capital, sus defectos, sus excesos o, más explícitamente, su carácter fundamental.

imágenes de enfermos y camillas y médicos de la gripe española de 1918
Imágenes de la gripe española de 1918

El sistema, en cualquier caso, depende en alto grado del buen desarrollo de estas pandemias, de estos males endémicos, porque a pesar de que estos surgen de sus contradicciones esenciales, como consecuencias lógicas de su lógica o su dinámica, logra con éxito estupefacto esquivar este hecho, al exasperar ad nauseam los conflictos que no tanto maquina como provoca, a fin de obtener una respuesta conformista implicada en la necesidad de una respuesta desesperada que ignore, a sabiendas y con perdón de la ilógica semántica que presupone, que el problema es únicamente estructural.

Lo catastrófico no está, a mi juicio, en este fragmento rendido a lo póstumo que es lo pandémico, sino en su sustrato, sus vértebras. Habría que conjurar, más bien, lo catastrófico en lo apocalíptico nunca saciado, en lo perpetuamente frustrado: cuando lo apocalíptico, que evidencia en suma cada pandemia no se satisface, se frustra. Y así puede el hombre mecerse cómoda o paralíticamente de una pandemia a otra. Quizá no regodeándose, pero sí reafirmando su impotencia con un miedo que es sólo el deseo frustrado de que el apocalipsis, cualquiera de los menudos apocalipsis que conjura con sus pandemias, se complete al fin, desahuciando a la humanidad de la existencia: porque nadie quiere vivir ya en este mundo capitalizado, mercantilizado, racionado, fraccionado...

«Cuando uno no puede librarse de sí mismo, se deleita devorándose» escribía el filósofo rumano Emil Cioran. Nos resulta imposible no ver la secuencia desgraciada de este aforismo en el concepto de lo pandémico, donde el eufemismo sanitario se transforma en una tergiversación política que identifica culpas individuales en conflictos sociales. Lo pandémico no es, por lo tanto, ningún mal concreto, lo pandémico no es la depresión, el estrés laboral, la diabetes, el desarraigo ni la miopía, lo pandémico es, esencialmente, el siglo veintiuno, quién sabe si no la civilización misma, con todas sus vulgaridades, devenida en la santificación diabólica de su progreso vacío.

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