¿Existe Venezuela?


Decía el filósofo alemán Friedrich Nietzsche que el hombre no quiere la verdad, sino las consecuencias beneficiosas de la verdad. Podría uno preguntarse, sin embargo, qué son las consecuencias beneficiosas de la verdad, a lo que el alemán respondería, juiciosa pero insuficientemente según este insensato columnista, diciendo que aquellas que le mantienen con vida. Podría dilatarse, con más o menos desatino, esta afirmación hasta decir que, más bien, son aquellas que le persuaden de vivir una vida que merezca la pena ser vivida: el hombre no tolera el desorden, el caos, la inseguridad, razón por la cual, siguiendo al propio filósofo, diríamos que las verdades son ilusiones que se han olvidado de que lo son.

«Los diferentes lenguajes» escribe Nietzsche «comparados unos con otros, ponen en evidencia que con las palabras jamás se llega a la verdad ni a una expresión adecuada pues, en caso contrario, no habría tantos lenguajes». El problema, políticamente hablando, no resulta tanto de la multiplicidad de los lenguajes, que equivaldría a la imposibilidad de una verdad, sino que esa multiplicidad de los lenguajes señala en esencia la infinitud soterrada de los actores que participan en la construcción de la verdad, cada uno con sus propios intereses: que la verdad no es una, ni siquiera múltiple, sino que, al igual que pasa con algunas histerias, la verdad es colectiva.

La trampa de la verdad colectiva estriba más en la cantidad aberrante de premisas con que dispone sus dogmas que en las afirmaciones últimas que  manifiesta, en las preconcepciones ideológicas que asumimos antes de decantarnos por una verdad u otra. Pero lo terrible no es confundir dogmas con imprecisiones, lo terrible estriba en el compromiso sibilino que nos exigen estas verdades, cualquier verdad. Nos basta con ser acólitos de una verdad, a menudo ni siquiera sentimos el menor deseo de ser un proselitista de aquella, pues son los actos, más que las palabras, los que nos mueven a una dirección o otra.

La “verdadera verdad”, valga la redundancia o, si lo prefieren, “la verdad verdadera”, por insistir en la pueril gansada, requiere sumisión: una verdad que no aplaste no es una verdad, es una impostura acentuada por la presunción. A pesar de que nos creemos, sin embargo, en posesión de la verdad, somos demasiados tolerantes para imponerla. Consentimos en condescender, la pasión posmoderna no es un coloso, es una rata con sobrepeso. Y, por lo demás, la sola idea de llegar a poseer algo como “la verdad” habría de producirnos un sonrojo tal que nos conduciría al desvanecimiento, al coma profundo.  Somos mercaderes impúdicos que comercian con verdades crudas, porque el fuego siempre le pertenece a otro.

De este modo, cuando a uno lo quieren hacer partícipe, o mejor dicho, cómplice del debate sobre Venezuela siempre se le exige una posición, que es en el fondo una posición más moral que predicativa, en el territorio de la verdad. Se nos exige no tanto meditar como someternos, aceptar que unos argumentos son falsos y otros argumentos serán verdaderos; pero ni se nos enseña ni se nos da la posibilidad de conocer el porqué de que unos argumentos sean más ciertos o más falsos que otros; en lugar de esto, nos envenenan con neologismos, nos distraen con eufemismos, nos apabullan con miles de informaciones disponibles, cada una fundada en unos preceptos distintos de los anteriores. ¿Qué es un golpe de Estado? ¿Era Maduro un dictador? ¿Hubo avances, o solo retrocesos, en la revolución chavista? ¿Había democracia en Venezuela? ¿Ha habido un golpe de Estado en Venezuela? ¿Puede un golpe de Estado ser legítimo? Son preguntas complejas, pero cuanta menos buena información, es decir, cuantitativamente hablando, cuanta más información posee un ciudadano común, más fácil te sabe responder.

Se nos había dicho que las redes sociales destronarían el monopolio de los grandes medios para con la verdad, pero incluso si esto hubiera sido cierto, no han abierto a la posibilidad de nuevas formas de resistencias, de más y/o mejores disidencias, porque al abrir el acceso a todas las verdades colectivas se ha abierto acceso quizá a algo todavía peor, a la creación de las verdades atomizadas, generando tan sólo más desidia, más indolencia, más amodorramiento. El vértigo posmoderno, que los medios tecnológicos aceleran, el triunfo del Espectáculo, la exasperación del vacío,  tiende a la perpetua compulsión de una fiebre dogmática, de un falso diálogo trocado únicamente en soliloquio. La imprecisión prospera en el frenesí, en la vorágine acelerada de inexactitudes inconexas, porque el único sustento de la imprecisión es su propia necesidad de imponerse: si la verdad exige sumisión, es porque la imprecisión impone paz. Y es compatible, en estos tiempos mortíferos, el frenesí con el sopor.
Manifestante de venezuela con máscara antigás
Manifestante de algún país, quién sabe siquiera de qué año. 

No no son malos tiempos para la reflexión sosegada, comedida, templada, sino pésimos, terribles tiempos. Este artículo, en apariencia equidistante, es prueba autoproclamada de ello, pues bien podría acusarse su equidistancia, cosa que se hará de buena gana, como un “silencio cómplice” ante las injusticias. Pero todos los silencios son cómplices, sea de las justicias o de las injusticias, igual que cada palabra es un verdugo, un verdugo con su espada de fuego a cuestas. No toleramos el caos, perseguimos ante todo comodidad, bienestar, alejamos todo aquello que pueda perturbarnos los nervios. Pero como el mundo es enorme, como nosotros somos demasiado tolerantes, nuestras guerras se reducen a retóricas irrelevantes, tan agresivas como nuestra impotencia, tan belicosas como estériles, tan convincentes como reducidas.

Las verdades son, como decíamos, ilusiones, ilusiones que han olvidado que lo son. Pero en política nada es inocente. Ni siquiera nuestras ilusiones. Sólo nos queda, si acaso, una última pregunta, quizá la más importante, la más aterradora de todas, pues de ella dependen todas las demás verdades. ¿Realmente existe Venezuela?


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