Ciencia, Progreso y Muerte: cuando Schopenhauer tiene razón

La ciencia, según un artículo, estaría cada vez más cerca –el columnista desconoce, por el momento, cuán lejos llegó a estar, de manera que no puede asegurar que se esté verdaderamente cerca– de descifrar el genoma de los axolotes y de resolver el misterio de la regeneración humana. Cada tanto la ciencia se acerca –o mejor dicho, el periodismo dice que la ciencia se acerca, ya que la ciencia no informa sobre sí misma– a la resolución de la mortalidad humana, sin que por ahora sepa nadie de un solo avance sustancial a este propósito, más allá de los estirones en la expectativa de vida que propician algunas exigencias higiénicas, sanitarias o farmacológicas. Puede que a unos pocos espíritus refinados, positivistas, obstinados, etc., les parezca paradójica la expresión “el sentimiento de fe en la ciencia” que se desprende de todo este tipo de artículos “científicos”, que no son sino propaganda periodística al servicio de las agonías de su público y, de paso, autopromociones básicas para los científicos.

Quizá quepa añadir, a este primer contacto con el asunto que ocupará en adelante nuestra columna, que “fe en la ciencia” sólo significaría, en ánimo de contentar a estos espíritus refinados, positivistas, obstinados, etc., –a los que uno, personalmente, no querría tener que soportar sus abusivas retahílas de simplezas o que le propinen un tortazo la próxima vez que se los encuentre paseando por un leprosario neuronal– "fe" en las posibilidades técnicas que la ciencia tiene de remediar las penosas carencias que suscita nuestro mundo: "fe" en que el mundo redimirá sus propios pecados.

«La muerte es hereditaria» dicta una simpática greguería de Don Ramón Gómez de la Serna. Otros pensadores, menos ingeniosos, menos pueriles, menos simpáticos afirmaron lo mismo de muchas otras formas. Puede uno escoger, de hecho, la manera de decir las cosas que más le complazca, pero las fórmulas no varían un ápice los hechos cotidianos que expresan. La cuestión sigue siendo idéntica, independientemente de cómo conjuremos su naturaleza, independientemente de la simpatía o de la antipatía con que describamos el lento proceso de descomposición que da inicio con el nacimiento y que termina infelizmente cuando los parientes se sienten seguros de calumniar nuestra memoria con falsedades condescendientes.

Los tiempos cambian, en resumen, pero las preguntas continúan siendo las mismas. El hombre prehistórico, sepultando a sus muertos en piedras, padecía de las mismas agonías espirituales que el hombre contemporáneo, pero con menos dogmas, con menos aspavientos disimulados; un poco menos ridículo. Da testimonio de ello aquel articulillo, lo asegura este columnista, se escucha entre las gentes cuando existe cierto margen para la confianza que la cordialidad no opaca: lo que más nos importa es no morirnos, no envejecer, no enfermar, no decaer, reproducirnos, santificar nuestro cadáver con amargas glorias esforzadas. Séneca sigue tan de actualidad como cuando escribía: «¿Qué importa perder lo que se nos va escapando gota a gota? Morir pronto o más tarde es cosa indiferente; lo importante es morir bien o mal. ¿Y qué es morir bien? Sustraerse al peligro de vivir mal». La carne, en cambio, se estremece al contacto con la muerte; la muerte abulta la carne: la carne es un disfraz que le queda estrecho a la muerte. Decía Umbral que la calavera es una máscara que se pone la Nada. Desconocemos el significado de que las calaveras luzcan siempre tan sonrientes.

La civilización avanza, que no progresa, salvo que donde hemos escrito “civilización” pongamos “enfermedad”. El misterio del tiempo sigue intacto, indemne a pesar de las jornadas laborales de ocho horas cronométricamente tan perfectas como insultantes para un alma sensible como es el alma humana. Como un abismo sin fondo que un cuerpo, en caída libre, fuese incapaz de comprender o asimilar. No ser capaz de asimilar algo es infinitamente peor que no ser capaz de comprenderlo: es como atragantarse con un pedazo de carne que el estómago anhelase. Uno puede contemplar, saludablemente, lo desconocido con escepticismo, siempre que el escepticismo no se transforme en incertidumbre, porque entonces lo provechoso se vuelve patológico. Entonces, cuando lo provechoso troca en patológico, vive uno con una ansiedad constante, que en torno todo le reafirma y sacude.

Lo normal, dicho sea de paso, sigue siendo morirse. Y seguirá siendo normal morirse. Nos parece “normal” porque es “natural” o, tal vez, al contrario, nos parezca “natural” porque es “normal”.  Pero no es lo mismo la muerte para el que vive que para el que muere. Para el que se muere, es decir, para el que se encuentra en situación de moribundo o gravemente enfermo, la muerte es un escándalo que acepta con resignación, lo que vale decir, que rechaza con indefensión aprehendida. Cuando a uno le toca morirse, sin embargo, se hace tarde para protestar. Se ha dicho todo, la puerta se ha cerrado en nuestras narices. Puede que oigamos un gato maullar al otro lado, pero no será nuestro gato, sino el gato de otro. Nosotros no tenemos ningún gato, sólo tenemos una discreta rabia que evidenciamos con un silencio mortífero cuando nos preguntan si ha merecido la pena vivir. El moribundo responderá, indudablemente, que por supuesto, porque es lo que responden en las películas los moribundos mientras su cara enjuta sonríe, sus familiares le rodean emocionados y una música preciosa tiñe la escena de una mugre exquisita. Queremos vivir, pero todavía no sabemos para qué queremos vivir, como habría dicho un filósofo pesimista… 

Arthur Schopenhauer posando a los 71 años de edad en una fotografía de  J. Schäfer.
Schopenhauer fotografiado a los 18 años de edad

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