España necesita más caníbales

el caníbal de ventas con una gorra en la cabeza
El caníbal de ventas

Los grandes crímenes, las atrocidades más dementes, nos seducen tanto como nos acongojan. A unos les proporciona la satisfacción de su rechazo, legitimando así la seguridad de ser personas íntegras, o simplemente les permite regodearse en la promesa de una violencia redentora que exhibir ante el público sin ser repudiados por ello. A otros, de ambiciones más modestas, les facilita un buen material de chanzas groseras o alimenta, cuanto menos, sus fantasías sexuales más morbosas. Un buen crimen, en resumidas cuentas, siempre nos viene bien como sociedad, pues contenta tanto a unos como a otros y nos ofrece perspectivas de consumo variopintas, además de beneficiar a los grandes medios que apuestan por este tipo de información para entretener a su público.

Que un hombre asesine a su madre, o mejor dicho, que la descuartice, la cocine, se la coma y entregue los restos a su perro nos horroriza menos en un sentido moral que estético, pues carecemos de un verdadero sentido moral fuera del repelús con que nos impactan estas escena macabras. No es particularmente extraño que los medios, que los opinólogos, que las gentes digan que tal crimen sólo pudo cometerlo un loco. Y si el crimen lo cometió un loco, lo que al menos en este caso sostiene su historial médico, que no tan claramente la casuística del homicidio, entonces la adherencia del mal a la locura parece obvia. 

La persona es su locura, del mismo modo, su maldad se desprende de ésta. ¿Qué otra cosa podemos concluir? ¿Quién se atrevería a ser la voz que discrepe entre la muchedumbre indignada? Las emociones no negocian, así como la complejidad no vende. Podríamos hacernos diferentes preguntas en torno a esta problemática. ¿Puede un loco, esto es, aquel individuo que la sociedad considera loco, ser malvado más allá de su locura? ¿Es el mal consecuencia de su locura? ¿O resulta, al contrario, que tanto maldad como locura ocurren por vías distintas, que un ser humano no  es idéntico ni a su maldad ni a su locura, sino partes que se suman o se niegan hasta engendrar la identidad homicida? ¿Sería, el caníbal de nuestro artículo, por decirlo claramente, malvado de no estar loco?

Los crímenes de los enajenados legitiman, en cierto sentido, los crímenes de los cuerdos, que por lo común son peores en magnitud y en recurrencia, aunque nos resulten comprensibles. Es esta impotencia por la incomprensión, de hecho, lo que distingue más claramente que ninguna otra cosa nuestra noción acerca de la razón o de la sinrazón del acto criminal. En cuanto un crimen nos resulta inconcebible, lo desechamos como obra de un loco o de un monstruo, lo que finalmente viene a ser idéntico: marginar el crimen, aislarlo en lo incomprensible, allí donde no puede incomodarnos, susurrarnos con su lúcida malicia que los normales, que las personas que no están locas y que no son monstruos, también pueden ser malvadas, que suelen serlo más a menudo que los locos, a pesar de que lo disimulen mejor.

La figura del psicópata, a este respecto, resulta esclarecedora: como no está loco, sólo puede ser un monstruo. Y así desaparecemos la verdad del crimen, su revelación insolente, por el diagnóstico  acomodaticio, que nos impide observar más allá. Monstruo, sin embargo, valdría lo mismo que satánico: las etiquetas teológicas, maniqueas, no afectan al curso de la historia y apenas son buenas metáforas que revelen las verdades de una psique humana. El tertuliano dice psicópata como las abuelas decían de algunos niños que éramos malos, recalcando una diferencia inherente que sólo estaba al final del comportamiento, pero no al comienzo.

Pero lo que pobremente desarticulamos queda, a todo efecto, sin respuestas. Y sin respuestas, ¿hacia dónde nos dirigimos? Subrayar los lugares comunes no significa avanzar, representa nada más que un bucle inercial que sólo alimenta nuestras miserias. Tal vez este estatismo nos resulte, por indolencia o estupidez, coherente con nuestro concepto individualista de la vida social o colectiva, pero carece de la posibilidad de efectuar un verdadero cambio en nuestras relaciones, de ejecutar una auténtica comprensión.

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