La Voz, ¿de quién? Contra los partidos políticos

Santiago abascal frente a una imagen icónica de su partido "vox"
Santiago Abascal
“Vox populi” es, literalmente, la voz del pueblo. Cabría preguntarse, a propósito de esta etimología, por la tentación partidista de convertir al “partido”, es decir, al “votante” o, mejor dicho, al “consumidor” en el “pueblo”. Si Marx dejó dicho en alguna parte que la religión era el opio del pueblo, habría que continuar su aventura afirmando, llana o burdamente, que los partidos políticos son el opio del pueblo.

Pero no debemos confundir al periódico “Vox populi”, de corte derechista, con el partido político “Vox”, también de corte derechista. Nombre que uno no sabe si pretende ir más al grano, cuando la asunción del individuo por la masa se ha completado, o sólo ser más comedido, lo que parece como mínimo poco probable, teniendo en cuenta algunas de sus “100 medidas para la España Viva”, que publicaron en un “pdf” bastante bonito.

“La Voz” es, en cualquier caso, la voz del pueblo, por ejemplo, o la voz del viento, del alma, de Dios, del amor… A pesar del singular, en política una voz siempre es plural. Quizá el engaño político fundamental estribe precisamente en esa indolencia por los significados que pretende transformar las voces en la voz unívoca, que curiosamente representamos o afirmamos representar.

"La Voz" consume al pueblo, sin embargo, antes que representarlo. Los esfuerzos concretos de "La Voz" se dirigen precisamente a anular toda oposición. "La voz" anhela dilatarse al infinito, para así morir sosegadamente. Pero no sólo a "La Voz", también a los hombres nos produce harta ansiedad tener quien nos pueda contrariar. En este sentido podríamos decir que "La Voz" es el esfuerzo del individuo por la intransigencia sumado al colectivo. El asunto es enrevesado, en cualquier caso, porque las retóricas políticas son oportunistas. Y tanto el individualismo como el colectivismo han sido rescatados en algún momento por "izquierdas" y por "derechas" hasta el punto de difuminar sus contornos; por otra parte, hay soluciones prácticas de los conflictos que no son propiamente ni de "derechas" ni de "izquierdas", sino que son estas "izquierdas" o "derechas" quienes se apropian de dichas soluciones  en oposición inequívoca respecto a su contrincante ideológico, obligado por definición a resistirse si quiere mantener su estatus concreto cara al electorado.


Más allá de todas estas ideas sueltas, digresiones, divagaciones, insolencias o, si se prefiere, ignorancias maliciosas, no sostendré la opinión tan en boga de que “Vox” sea un partido fascista, a pesar de encontrarme con la confianza suficiente para afirmar que todo partido político es, en esencia, un partido fascista. Las desarticulaciones, es decir, el esfuerzo de los mass-media por desactivar a “Vox” son idénticos a los que cinco años antes presenciábamos con “Podemos”, los mismos razonamientos, las mismas acusaciones, incluso los trapos sucios de unos y de otros se parecen asimismo bastante también. Pero no sólo con “Podemos” habíamos presenciado antes este esfuerzo de los grandes medios por desactivar diferentes partidos políticos que iban surgiendo, aunque en menor medida, porque su importancia siempre fue menor. Uno se preguntaría, asombrado si no fuese tan apático, por qué los grandes medios les dedican tanta presencia televisiva a partidos políticos que quieren destruir, si en parte esa importancia que temen la perderían en cuanto dejasen de aparecer todo el día en televisión. Intuitivamente respondería que el anhelo por sumar audiencia de los grandes medios se multiplica con los enemigos a la democracia, además, para el estatus quo siempre es más efectivo vencer al monstruo antes que abortarlo. “Podemos” podría no haber nacido; sin embargo, ha sido derrotado: toda esta desesperanza se divide en migajas de votantes que retornan a las filas de los grandes clásicos partidos… o de alguno nuevo contra el cual se repetirá el mismo ciclo.

Más que en el fascismo o en el maoísmo deberíamos situar tanto a “Vox” como a “Podemos”, cada uno en su extremo político, dentro de lo que llamamos “socialdemocracia”, que es realmente la ideología dominante. El esfuerzo de los mass-media por desactivar las protestas legítimas que conjura “Vox” habría que advertirlo, antes bien, desde la oposición no tanto a la democracia abierta como a la evidencia de un descontento que no encontrará erradicación en el mero descalificativo.  El descalificativo, el descrédito, la humillación o directamente la injuria pueden haber funcionado con “Podemos”, víctima de su propia retórica picajosa, pero rara vez funciona el mismo truco dos veces, sobre todo si gran parte del público objetivo es el mismo. La comparación más importante, a mi juicio, no estriba tanto en analizar a “Vox” como un ejemplo más dentro de las últimas irrupciones de las extremas derechas europeas como analizar las desarticulaciones mediáticas que sufren, en cuanto surgen, los diferentes partidos que asoman su nariz a dos o tres escaños de más.

Podría decirse que “Vox” no pretende sino responder a conflictos sociales que no genera, a pesar de que los exaspere toscamente. Sus respuestas concretas a lo que denomina “ideología de género”, a la inmigración, la delincuencia, la pérdida de una identidad nacional, etc., pueden ser groseras, son incluso de hecho groseras; pero “Vox”, como cualquier otro de los nuevos partidos políticos de corte más visceral que diplomático, no puede ni podrá dar solución a los conflictos que enardece. Los enardece, en efecto, que nos los engendra, porque la clase política es, por lo común, demasiado patán para engendrar ningún conflicto. La clase política promete la resolución de los conflictos, cuando sólo suponen su exasperación. La clase política es una agencia de publicidad para la exasperación de los conflictos. Cuando votamos por un partido político no le damos, como diría un cínico, “nuestra confianza”. Lo que le ofrecemos al partido político es una apuesta: apostamos nuestra triste fe por la histerización de los conflictos que prometen remediar.

Decía una filósofa francesa llamada Simone Weil que «Cuando hay pasión colectiva en un país, es probable que una voluntad particular cualquiera esté más cerca de la justicia y de la razón que la voluntad general, o más bien que lo que constituye su caricatura». Pero las pasiones colectivas son precisamente la heroína de cada día para el votante promedio, sólo hace falta mirar su rostro ante el telediario para percatarse de que estamos ante un gran consumidor de drogas: ojeroso, sudoroso, pálido, esmirriado.  Los partidos políticos son los grandes traficantes de la droga de la pasión colectiva: ellos mismo crean el hábito para beneficiarse de su consumo. Parecería, así visto, que espantar una mosca sea el mismo gesto que atraparla, cuando al espantar una mosca, tal vez, lo único que hagamos es señalarla. Quién sabe, por lo demás, si lo que señalamos es de verdad una mosca, un gorrión o una mala sombra traicionera.

No se trata, sin embargo, de culpar en sí a los partidos políticos, organigramas burgueses de hombrecillos tristes, pues habrá alguno que compongan hombres más o menos honrados, sino de señalar únicamente que todos los partidos políticos obedecen a una clara dinámica inercial publicitaria, que ellos no escogen, pero sin la cual no puede ser “partidos políticos”, sino a lo sumo “reunión de amigos”, “fans de Los Suaves”, “junta de vecinos”, etc, etc, etc. Uno esperaría, con paciencia pero sin esperanza, que en el futuro existan más juntas de vecinos y menos elecciones, más conciertos de Los Suaves y menos telediarios, más reuniones de amigos y menos propaganda. Los futuros movimientos sociales de disidencia deberán pasar por esto, a saber, reconquistar los espacios sociales que el capitalismo había colonizado, vaciando de sentido. Quedaría, por último, una amenaza: la tentación por la política apenas admite resistencia. En resumidas cuentas: la política es peor que la droga. Y como ésta, es una costumbre social bastante tóxica.

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