A pesar de la entropía: una crítica al progreso

Quiso el Demiurgo, según Platón, que éste fuera el mejor de los mundos posibles. El mundo de este arquitecto cósmico, que recogía el material pre-existente para ordenarlo en semejanza al mundo de las ideas, se medía en cierto sentido por su impotencia: consiguió el mejor de los mundos de que él era capaz. Para Leibniz, autor de una teodicea optimista más compleja de lo que su reducción al absurdo por el sentido común indica, era similar: un dios perfecto no haría un mundo que no fuera el mejor de los mundos posibles.

Nadie, no obstante, defiende en la actualidad grosso modo que éste sea el mejor de los mundos posibles, pues quien lo hiciera, fuera cuestión de lucidez o de incomprensión, quedaría en seguida desacreditado. No es el mejor de los mundos posibles, diría un progresista, no por estatismo, sino al contrario, por mejoría: el mundo siempre es perfeccionable, si éste no es el mejor de los mundos posibles, llegará un momento en que lo sea. Incluso un filósofo tan pesimista como Eduard Von Hartmann defendía algo semejante: la evolución unidireccional del hombre lo llevará a dar cuenta, con la suficiente educación, de que éste es el peor de los mundos posibles, es decir, que la muerte es preferible a la vida, por lo tanto consentirá, tarde o temprano, en desaparecer.

El progresista no permanece, sin embargo, aislado al hecho del mal en el mundo, simplemente ignora que no existe un infinito continuo de bien irrebatible que engendrar. El mito del progreso es «el más serio y complejo artículo ofrecido en la tómbola de supersticiones de nuestra época» según la filósofa alemana Hannah Arendt. El progresista cree en la mejoría unánime de las condiciones materiales a través de la historia, que se da en efectivo en el momento presente sólo para caducar perfeccionándose, como el asomo de una promesa siempre por presentarse más adelante. Cree que, en resumidas cuentas, si bien éste puede no ser el mejor de los mundos posibles, es un mundo que se concreta perfeccionándose, lo cual no está tan lejos de creer que, en efecto, éste sea el mejor de los mundos posibles: es la semilla que abarca la posibilidad de alcanzar ese mundo. Y si ese mundo nunca se da de pleno, al menos siempre nos estaremos aproximando.

Uno estaría dispuesto a creer, de buena gana, que toda su vida no sería más que un penoso historial de esfuerzos entregados a las generaciones futuras si no fuera porque el legado que parecemos a punto de prestarle a esas generaciones futuras sea la destrucción completa de todo lo conocido: el mundo nos parece a punto de extinguirse. De todas formas, nadie querría esforzarse en vano, por ello no es extraño escuchar entre las gentes la idea de que luchar significa luchar por el futuro de tus hijos o de tus nietos. Es tal que así como dejamos los años pasar felizmente entre amarguras, resignaciones y mediocridades. Y esto a pesar de la entropía...

El origen, o más bien la motivación, que permite este artículo de fe parece bastante obvia. Así como la ceguera a todas las potencias de destrucción, de caos, de servidumbre… que permite nuestro mundo: comparamos nuestro mundo con los otros mundos que concibe la historia o nuestra imaginación sólo en la medida en que los términos de comparación nos resultan favorecedores. Convertimos todos nuestros sinsentidos cotidianos en libertades fetichistas que agonizan de sopor: la tragedia troca en pantomima sólo porque la pantomima aparenta cierto poder sobre sí misma.

El progresista no puede dar soluciones a los conflictos, sino disponer de poco menos que remedios. Como el mundo funciona correctamente, el mundo apenas necesita unas reformas. Que el progresista sea el primero en llenarse la boca si no con alabanzas indiscriminadas, al menos sí con chantajes subterráneos sobre la necesidad de participar del juego de la democracia no es en absoluto sorprendente, es una necesidad sustantiva sin la cual el absurdo lo devoraría. El progresista, como sucede de igual manera con el conservador o el revolucionario, es incapaz de pensar fuera de las inercias contemporáneas, pues supone su más inapelable representación. 

Es imposible, por otra parte, pensar fuera de estas inercias contemporáneas, pues no existe un pensar fuera del pensar. Que lo viejo no termine de morir y lo nuevo no termine de nacer es la historia misma: cada punto es ese punto el cual aparenta no acontecer nada y sin embargo todo nos parece al borde del colapso. La historia es, en resumen, un contexto que malinterpretamos en cuanto pensamos sobre ella.

Puede que la inteligencia humana se halle indispuesta para comprender la obra de la divinidad o sencillamente las más profundas y enrevesadas triquiñuelas de la naturaleza, pero es perfectamente imposible abandonarse por completo a la súplica o a la incomprensión. No tenemos fe más grande que en ser capaces de comprender. El hombre necesita comprender porque el misterio, es decir, el desorden, le aterroriza. Y si ha de vender su soberanía por el orden o la estructura, fingirá que su esclavitud es soberana, porque el cosmos al completo es esclavo de una negación que puede replicar. Pero ¿qué puede, en verdad, replicar el hombre, cuando la humanidad es impotencia, lo que demuestra que hasta sus dioses lo son?, ¿qué puede ordenar la civilización, cuando la vida es carencia? ¿perfección implica bondad tal como la humanidad la comprende? Los mitos, como las infecciones, se expanden prostituyéndose... Es posible que la tarea del Demiurgo no fuera ordenar el mundo más que en aras de su disolución.


Galaxias en espiral de la constelación del Can mayor

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