La verdadera cara de la democracia



Tenemos a lo largo de la Historia toda una ristra de viejos sabios que han sabido ver la verdadera cara de la democracia. El más viejo y más sabio de ellos, Platón, comentó con mucha perspicacia que “La democracia es el mejor de los gobiernos sin ley y el peor de los gobiernos en los que se respeta plenamente la ley”. (El político, 303) Efectivamente, es muy común dejarse caer en el engaño de que, a través de la democracia, se impone una suerte de orden sobrevenido a partir de una pluralidad de intereses sabiamente contrapuestos. Pues bien, todos sabemos que la realidad es muy diferente y que el comportamiento habitual de esa entidad misteriosa que solemos llamar “pueblo” dista mucho de ser juicioso. A la gente le gusta pensar poco, reñir a voz de grito, llevar razón y, sobre todo, tener a alguien contra quien despotricar. Los periódicos y demás grandes empresas con intereses publicitarios no hacen más que poner la guinda al furor y la ignorancia que reinan crecientemente (aunque de manera natural) entre las crecientes masas humanas.

No quisiera ser malinterpretado como un apologista de nuestras fangosas élites culturales e intelectuales. Es más, precisamente quisiera expresarme en sentido contrario. Estas élites siempre han cultivado la nimiedad, promovido el letargo y raras veces ha sobresalido de entre sus saturadas cabezas una aureola de genialidad. Pienso que lo único democrático en el hombre es la propensión a la ruindad: esta propensión se encuentra igualmente repartida en todos los ámbitos posibles de nuestro mundo, y está expresada con asombrosa cordura en el mito del pecado original. Evidentemente, el hombre es también capaz de grandes triunfos, gentilezas y heroicidades, pero señalar esto es muy poco edificante y sospechosamente reconfortante. Por el contrario, yo prefiero subrayar la valiosísima intuición de que lo malo abunda y lo bueno escasea. Y, siendo la democracia el gobierno de lo que abunda, entonces comprendemos su naturaleza: el gobierno de lo malo.

La democracia es un reflejo de nuestras bajezas primigenias: se erige precisamente como la promesa orgullosa de la erradicación de esas bajezas, pero en su desarrollo no hace más que reproducirlas y aumentarlas. La democracia es llamar voz al ruido. Es, como dice Platón, un caos con aires de grandeza y una armonía decrépita e insostenible. También G. K. Chesterton, transformando irónicamente el antiguo dicho, lo enunció con impecable agudeza: pax populi, Vox dei. Es decir, el silencio del pueblo es la voz de dios. O lo que es igual: si el pueblo no se calla, no se puede escuchar nada verdadero.

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