Yo también quiero que me cambien de tumba


momia cadáver de franco en su ataúd
El cadáver de Franco

Desde que nacen hasta que mueren, los dictadores son seres privilegiados: como tocados por una luz inmaculada que un dios o un ángel se hubiera encargado de pulir en su honor. La luz apenas los roza: los cubre en su atmósfera de mimado destino. El dictador representa el triunfo del individuo sobre el tumulto anodino: lo puro concéntrico y racional que aplasta lo impuro que se disgrega y debilita. Un dictador sólo triunfa cuando se hace obedecer. Y el tumulto, a menudo, se aferra a la obediencia pueril de llevarle la contraria a su dictador. Otra razón para comprender por qué exhuman a Franco en lugar de exhumarme a mí, cuando nadie protestaría ni en mi favor ni perjuicio de mi sepultamiento, no existe.

¿Por qué Franco tiene derecho a que lo cambien de tumba? El derecho se lo dan sus matanzas: para mí es un privilegio evidente poder mudarse de cementerio. ¡Qué más quisiera yo poder irme con mi muerte a otra parte! Si la responsabilidad no me diera tantos escalofríos me sumaría como voluntario a colono de algún exoplaneta. Pero ser colono me parece no sólo una responsabilidad intolerable, sino además un favor a la humanidad que no me apetece hacer. No le haré ningún favor al hombre del mañana. El hombre del mañana lo que tiene que hacer es resignarse e irse al infierno tranquilamente. Si pudiera asesinar calmadamente al hombre del mañana, entonces seguro que me darían plaza en otro cementerio más noble.

La ciudad es un cementerio. Los muertos colman los trenes, los bares, los estadios, las aulas, las oficinas, los centros comerciales... Gente sin futuro, con su muerte irremediable y su pobreza estoica. Los días prometen el desastre. Apenas logramos concebirlos más allá del confín de nuestro presente inane, pero intuimos sombras borrosas que amenazan con matarnos a todos. Los días del mañana vienen con hacha a cortarnos la cabeza por indolentes y arrogantes. La hoguera nos seduce en el cielo como un puente hacia el abismo. Obedecemos sin rechistar la lógica que impone nuestra cobardía.

Supongo que exhumar el cadáver de un dictador es importante. No lo comprendo, pero a estas alturas, sé perfectamente que todo es culpa mía: mi incomprensión se deduce de mi frialdad y mi frialdad es un accidente de mi mediocridad. Estoy yo más frío que la momia de Franco: no quiero tener que argumentar que éste es otro plus para cambiarme a mí de cementerio y no a él. Francisco Franco Bahamonde. Qué nombre más contundente, melodioso e inapelable. Hasta en su nombre exhibe sus privilegios.

Mirad qué bien comienza la novela "La leyenda de César el visionario" del escritor Francisco Umbral: «En un Burgos salmantino de tedio y plateresco, en una Salamanca burgalesa de plata fría, Francisco Franco Bahamonde, dictador de mesa camilla, merienda chocolate con soconusco y firma sentencias de muerte».  Este principio rocambolesco no se debe solo al talento como prosista de Umbral, sino que se lo debe casi todo al nombre completo del dictador. Con un nombre así es fácil comenzar elegantemente una novela. Lo difícil es comenzar una novela con mi nombre. Mi nombre no sirve ni para tachar una mancha de imprenta. Quiero mi nombre lejos de los libros de historia. Debo celebrar mi suerte: los libros de historia se derretirán al contacto con mi nombre: pasarán a folletín de preescolares.

Hay que resignarse. El tumulto anhela el morbo del cadáver de su queridísimo dictador. Querríamos una fotografía o un trozo de tela, algo que podamos ver, oler o saborear. En la humillación soterrada a la exhumación no vengamos la derrota por aquella guerra en que Franco triunfó, sino nuestras derrotas cotidianas: nos vengamos del protagonista por nuestros papeles de figurantes. ¿Cómo exigir que nos ofrezcan a nosotros el mismo trato que al dictador? Si al dictador lo cambian de tumba, por puro capricho de sus niños desobedientes, ¿por qué tengo que consolarme yo con mi estatus miserable, mohoso cuartelillo de gestos inocentes o estériles, como echar un curriculum al Mcdonalds, preparar unas oposiciones o mendigar un sueldo de seis euros la hora? ¡Ah, qué fácil vida y qué trascendente muerte tienen los dictadores…!

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