De forma absolutamente
inesperada, El Testigo ha tenido la oportunidad de explorar el
corazón del fascismo. Una vez allí dentro, nuestra indiferencia ha
sido premiada con una serie de revelaciones inenarrables. A
continuación, pues, pasamos a exponer el último hallazgo
periodístico de estos humildes vigías del mundo contemporáneo.
En una de sus mañanas
ociosas en busca de alguna noticia que llevarse a la boca, dos de los
periodistas más sagaces de El Testigo estaban paseando por el parque
de El Retiro, cuando de pronto se encontraron con un grupo de unas
treinta personas vestidas con uniforme militar y sentadas en silencio
sobre la hierba, en la postura del loto y con los ojos cerrados.
Estas personas, que lucían brazaletes con la bandera de España y
tenían en el rostro las facciones y el ímpetu obtuso propios del fascista común,
parecían, sin embargo, poseídas por una paz interior indiscutible.
Tanto era así que incluso podían llegar a emitir el clásico “om” con
sus gargantas, y el sonido cruzaba sus bocas cerradas y emanaba desde
sus cabezas totalitarias hasta las copas de los árboles.
Esto fue bastante para
nuestros dos avezados redactores. En un alarde de profesionalidad, decidieron que no necesitaban preguntar
siquiera: para no interrumpir la serenidad de esos peligrosos individuos, resolvieron marcharse y trabajar por su propia cuenta en las posibles explicaciones de lo que acababan de presenciar. Mientras continuaban su paseo de vuelta
hacia la sede de El Testigo, ultimaron sus conclusiones acerca del suceso, y cuando llegaron la noticia ya estaba lista.
Los periodistas habían descubierto que el fascismo permite dos formas de meditación, dependiendo de si la persona que va a meditar se encuentra en el interior (es decir, si es fascista) o en el exterior de dicho fascismo (si el fascismo es tan solo una palabra en su boca).
Los periodistas habían descubierto que el fascismo permite dos formas de meditación, dependiendo de si la persona que va a meditar se encuentra en el interior (es decir, si es fascista) o en el exterior de dicho fascismo (si el fascismo es tan solo una palabra en su boca).
Por lo pronto sabemos que
la palabra “fascismo” ha perdido ya todo poder descriptivo, para convertirse
primero en un insulto, luego en un mantra autocomplaciente y después
en un ruido acusatorio, probablemente vacío de significado.
Nadie
sabe ya lo que es el fascismo, ¿no es así? Todos hablan de él,
pero nadie sabe con exactitud a qué se refiere con ello ni por qué.
Y esta fue la sencilla verdad que encontraron nuestros ingeniosos periodistas: cuando alguien dice la palabra “fascismo”
existe una probabilidad altísima de que esa persona se encuentre en
un estado de semiinconsciencia más o menos fugaz. Un momento cuasi-vegetativo de la inteligencia que sin duda propicia la disolución del ego y funciona, si se quiere, como potente ejercicio de meditación. El proceso concreto por el
cual esto sucede, según algunos reputados profesores de ciencia
política de la escuela criptopositivista, consta de 4 pasos y es el
siguiente:
1- irritación ante un
adversario político
2- supresión del ego
3- fusión con el cosmos
y apertura del Sahashrara (Chakra de la corona)
4- pronunciar la palabra “fascismo”
La meditación desde dentro del fascismo es más complicada pero no imposible, tal y como atestigüaron nuestros dos corresponsales en El Retiro aquella ociosa mañana. Debemos tener en cuenta que el fascista común es por lo demás tan bruto como aguerrido, poco comunicativo y un nostálgico incurable de tiempos más nobles y violentos. También hay fascistas pijos, pero a estas criaturas toda clase de meditación les está vedada: no se puede meditar con dinero en el bolsillo.
Pues bien, cuando esta clase pura de fascista entra en contacto con el mundo real se produce un contraste muy poderoso, que es el que desencadenará el proceso de la meditación: sabemos que la meditación muchas veces consiste en ahogar la agitación de las creencias en el estanque infinito de las realidades.
Y precisamente, la realidad no es fascista, pero el fascista forma parte de la realidad. En el
mundo no-fascista (pues, como he dicho, la mayoría de las cosas de este
mundo no son fascistas (árboles, pájaros, piedras, algunas otras
personas (no se sabe cuáles)) las cosas persisten en su ser natural y,
en lugar de ser fascistas, continúan con sus existencias como si tal
cosa. Pero de pronto aparece el fascista, y el equilibrio parece romperse: entra en escena un hombre violento, con ganas de matar a alguien porque sí, y con la intención de convertir su entorno en un lugar completamente injusto y equivocado. La mente del fascista está, pues, dividida, pues su cerebro no es fascista, pero sí lo es su contenido abstracto. Las manos del fascista no son fascistas, pero sí lo que sus manos pretenden. El atardecer es igual de hermoso en los ojos del fascista. Por eso el fascista, en esta situación de ruptura interna, en este desgarramiento espiritual entre lo que es y lo que cree ser, está en una disposición ideal para adentrarse en profundas meditaciones.
La verdad a la que apunta nuestra posible redención es tanto más inmensa y profunda cuanto más equivocados estamos. El fascista que descubre la meditación es, pues, la semilla de un dios.
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