Hace bueno: cómo disfrutar de una buena tarde de lluvia de fuego

Se oye a las gentes decir (a las gentes indignadas o activistas) o protestar berrinchosamente, más bien, que es una ignorancia, una crueldad y un monumental egoísmo el alegrarse (cuando no simplemente disfrutar sin grandes aspavientos o con una sincera pero escueta mueca de satisfacción) por el buen tiempo en épocas invernales, pues no es en realidad buen tiempo, sino un evento de caos extraordinario que demuestra el desastre climático que se avecina: demuestra que el desastre está a un paso de pisotearnos la cabeza (las cabezas humanas son importantes, con ellas idealizamos el suicidio). El cambio climático, dicen esas gentes, empieza a hacerse notar mediante esas temperaturas impropias que, en nuestra tontería solipsista, juzgamos agradables en lo inmediato, reaccionando agradecidos a la menor noticia de ellas, aunque en el futuro nos abrasen las nucas o congelen las pantorrillas. 

Pero sigo sin comprender, quizá por mi predisposición inmaculada al placer inmediato, dónde está la legitimidad del sermón. Un sermón nunca tiene legitimidad: el sermón asume que el sermoneador está libre de pecado. Y nadie está libre de pecado. Esto en primer lugar: aplicado al cambio climático es lo mismo: nadie puede presumir de haber causado impacto cero en el medioambiente. Tener hijos, por ejemplo, es un gesto atroz que celebramos: en el fondo no existe nada peor que se le pueda hacer al planeta que habitamos que tener hijos. Los padres, cualquier padre, no tiene derecho a regañina alguna sobre el cambio climático. Y no sólo tener hijos: hacer la digestión es otro acto de abominable peso contaminante. Así al infinito.

En resumen: nadie que respire puede sermonear al otro por el cambio climático. A pesar de la muerte de Dios, o quizá precisamente por eso, nunca fue el sermón práctica tan habitual entre nuestros contemporáneos como ahora que Dios está muerto. Como no tenemos ninguna buena excusa para sermonear al prójimo le sermoneamos por cualquier minucia. Pasa idénticamente con las supersticiones: fuera del núcleo verídico de razón que imponía la creencia en aquel dios, el ser humano, como diría Chesterton, comienza por creer cualquier tontería antes que no creer en nada. Creer en nada nos aterroriza: es incluso biológicamente imposible no creer en algo superior. La cabeza está arriba de los hombros por una buena razón: para poder mirar al resto del cuerpo con arrogancia.

Me pregunto qué culpa tiene la buena señora con artrosis que se alegra de los veinte grados en diciembre porque así le duelen menos las extremidades y puede salir de casa a darse un buen paseo de un baño de cambio climático que producimos en general por unas hábitos civilizatorios narcisistas, egocéntricos, suicidas e infames –todo ello es sinónimo de capitalista. No crean que impongo un ejemplo límite para parodiar una postura de manera facilona. Hago uso de éste o de cualquier ejemplo límite porque no existe nada tan útil como un ejemplo ridículo para demostrar la falla sustancial de algún argumento. En lugar de preocuparnos por una organización práctica que centralice las exigencias e imposiciones contra los gobiernos para que estos tomen medidas radicales que minimicen el impacto del cambio climático, nos rascamos de impotencia las coronillas y sermoneamos al primer mindundi que cruce la acera por nuestro lado. El sermón otorga una categoría de santidad que droga el alma humana. No existe droga más dura que el sermón.

Disfrutar de un desastre sin empeorarlo ni perjudicar al otro no es un pecado –según las escrituras probablemente sí sea un pecado, pero en cualquier caso, no supone una malicia. Centrar el esfuerzo, la atención y la indignación moral en una o varias prácticas individuales insignificantes, en cambio, obstaculiza por una razón de simple tiempo de compromiso reducido la exigencia institucional o la actividad de protesta en que nos involucramos, perjudicando sus éxitos en infinitud de sentidos. Este no es otro articulillo sacado de la manga para regañar desde la comodidad de mi ordenador con la tarjeta gráfica menoscabada al activista que, al menos, tiene ciertas esperanzas en cambiar el mundo y, aunque se equivoque como cualquier personaje de tebeo español, lucha por lo que es justo. Este articulillo no es, tampoco, una pretendida reflexión profunda sobre ninguna causa. Este artículo es, sin duda, una amenaza: como volváis a hacerme sentir culpable por ir en manga corta en diciembre puedo enfadarme un poco.


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