San Joker


Joker poniéndose una máscara de payaso en el tren
San Joker
No me avergüenzo de reconocer que tengo un conocido pijo y ricachón que se siente identificado con el personaje del Joker sólo porque a menudo él también sufre ataques de violencia. Porque sufre berrinches infumables, tiene una gran sed de protagonismo y se enorgullece del daño indiscriminado que le causa a las personas que le rodean. 

Quizá este conocido mío sea un poco resentido o claramente psicótico, pero no importa: no es relevante el diagnóstico espiritual o psiquiátrico de mi conocido adinerado y furioso. A mí me preocupa otra cosa. Me preocupa poder comprender cómo una persona tan acomodada se identifica con un personaje tan miserable. Y seguramente sea porque la película celebra la violencia como catarsis y se parte de una condición de víctima inapelable que legitima este frenesí por la violencia: a un espíritu tan osado como incompetente le resultaría fácil ignorar una comparación económica para situarse como afín en una comparación, digámoslo así, más romántica. Una violencia contra el poder económico que un ricachón no capta más que en la medida en que esa violencia se desparrame al azar para generar un caos misántropo y apolítico. 

Se ha escrito bastante acerca del paralelismo entre las costumbres incel y el contenido filosófico de la película de Todd Philipps. Francamente, me parece un debate tan estéril como mezquino: para leer al Joker como incel hay que estar muy predispuesto a ignorar selectivamente el contenido global o profundo de la película de manera que centrarse en exaltar pequeñas pinceladas descontextualizadas que acrediten nuestro prejuicio principal. Pero como no tengo reputación alguna que arriesgar penetraré al fango de esta cuestión para proporcionar a la causa un par de reflexiones seguramente infundadas.

La violencia del Joker es ejercida contra personas de su entorno que lo maltratan. Su protesta trasciende su individualidad y la sociedad se hace eco politizándola con un mensaje antisistema. Quizá se trate de una politización naif o sustentada a base de perogrulladas intrascendentes, pero aunque el Joker no tiene ninguna intención política, en sus actos él mismo es atravesado por el contexto político y económico de su ciudad, que la película nos recuerda siempre que puede. Aun en la torpeza de la película para resolver este conflicto puede decirse que el Joker no necesita una politización consciente de sus actos para que sus actos tengan una lectura política. Y políticamente antisistema, además. –Cuando un personaje expresa abiertamente la politización de sus actos la historia se parece más a una propaganda inútil que a una verdadera historia. Puede leerse la historia del Joker como la historia implícita de una alienación no sólo psiquiátrica sino además ideológica: sobre todo ideológica.

Su monólogo final cuando asesina al cómico interpretado por Robert de Niro, al cual había admirado desde su infancia, expresa esta lectura de despolitización individual hacia sus actos: sólo quiere sentirse observado, y ante la imposibilidad de definirse por sí mismo en un colectivo humanitario que no lo despoje de toda dignidad, opta por romper las barreras morales con las cuales la sociedad se protege de los monstruos que engendra y pertenecer a la mirada del otro que lo celebra o condena: aquí halla el Joker su redención: si el mundo me invisibiliza le saco los ojos al primero que me arroje una mala mirada. 

Si la película es una película incel no se debe tanto a la lectura del resentimiento celebrado que los incel puedan hacer con ella y que el guión no niega a base de acumular una torpeza tras otra sino a la figura de esta violencia que estalla escénicamente para ser censurada o repetida. Y aunque mi opulento conocido es un claro ejemplo incel, no diría que la película lo sea, sólo diría que, en algún lugar de sus ambigüedades políticas –sigue siendo la historia de un payaso homicida–, es posible tergiversar un punto incel en su ideología: da una visión absolutamente blanca del personaje, el cual  opone una violencia individual ante un caso de violencia institucional más sutil. Este relato es, por lo demás, perfecto para el incel, necesitado de relatos a medias que lo reafirmen.

Pero el Joker no mata a las personas que le han tratado bien, se dirá; tal vez, pero si nadie le hubiera tratado bien los habría matado a todos. Como la película no se posiciona ante la violencia del Joker –aquí sería más incisivo dirigirnos a Él como San Joker– sino que la romantiza, exalta y justifica, el espectador tampoco examina sus propios actos: legitima su violencia porque la película no le hace reflexionar acerca de la legalidad de sus rencores. San Joker es una víctima del mundo en la misma medida en que mi conocido adinerado lo es: porque aunque uno tenga o no razón, la película no suscita ninguna incomodidad ante la condición de una genuina pureza rabiosa pronto a reventar.

Se ha dicho, en síntesis, que dos cosas ideológicamente positivas de la película que destacan su valor cultural son, a saber, que es una película que conciencia sobre la enfermedad mental y que es una película con una filosofía antisistema que pone en cuestión injusticias sociales propias a nuestros tiempos. Pues bien: a mí ambas cosas me parecen falsísimas. Es una película que presenta la enfermedad mental desde la monstruosidad moral de su protagonista y es una película que no define en absoluto su politización. Una mera exaltación vacua de la violencia de un bufón homicida. Ocurre que como exaltación vacua de la violencia de un bufón homicida me ha resultado, en el fondo, bastante meritoria. Un 10.


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