En algún momento de
nuestro obsoleto pasado, un hombre llamado Napoleón, como todo el
mundo sabe, trató de instaurar el Calendario Racional: un calendario
con sólo 10 meses que tendrían a su vez nada más que 10 días cada
uno. Se trataba de un cálculo redondo: en total, los años durarían
100 días, y serían años mucho más veloces que los nuestros (más
del triple). Indudablemente, el progreso humano se habría visto
beneficiado por esta nueva ordenación y sofisticación del tiempo.
Si se le hubiera hecho caso a Napoleón, ahora estaríamos en el año
2700, con todos los avances tecnológicos, sociales y morales que
ello implica.
Tal reforma hubiera sido,
sin duda, un triunfo para la lógica y las ciencias exactas: un
triunfo frente a la eterna horda de ciegos de espíritu que se
desvivían (y aún ahora lo hacen) por apoyar su vida en viejas
supersticiones y costumbres sin rigor. Por supuesto, los meses y los
días perderían sus nombres y pasarían a llamarse A, B, C, D, E, F,
G, etcétera. Siguiendo los principios ilustrados de la racionalidad
y la mutilación, toda idolatría sería reducida a su mínima
expresión.
A ciertos individuos, sin
embargo, les parecía mal hacer que la Historia avanzara de pronto
tan deprisa, y le reprocharon a Napoleón que su impaciencia ponía
en peligro a la Nación Francesa, puesto que, al pretender apurar
demasiado los hechos, podía estar cometiendo algún fallo garrafal.
“¿Y si los pocos ratos de felicidad que tenemos duran menos con
este nuevo calendario? ¿Merece la pena dividir por tres la duración
de nuestras miserias a costa de dividir igualmente nuestros momentos
de gloria?” Estos cálculos eran, como se ve, muy delicados. Las
cosas que se hacen deprisa y corriendo -argumentaban, valiéndose de
una retahíla infernal de refranes y dichos populares- no suelen
hacerse tan bien como debieran.
Sabiendo del poder
político y la influencia de estos engendros en el Parlamento, el
astuto Napoleón les propuso alargar los días haciendo que las horas
tuvieran 100 minutos, y los minutos 100 segundos. El cálculo esta
vez fue más complicado, pero los científicos de entonces, después
de muchas horas encerrados en sus estudios, declararon que los días
habrían crecido más o menos 64.000 segundos: cosa que se podía
ciertamente conseguir si se suprimía la existencia de la noche.
Napoleón no dudó en agregar a su propuesta la implantación de un
sistema de iluminación permanente para todas las calles de Francia,
y del mundo si fuera preciso.
Pero la argucia de
Napoleón no sirvió de nada, y el Calendario Gregoriano se mantuvo
hasta hoy día, con sus relieves arbitrarios y sus proporciones
infundadas: se mantuvo como un bastión del enrevesamiento gratuito
que el populacho adora. Por el capricho de unos monjes medievales la
Historia sigue avanzando a paso de tortuga, y las noches existen todavía.
Más recientemente, un
tal Nietzsche (el hombre más libre del mundo hasta la fecha) propuso
anular el tiempo. Se trataba de una nueva reforma radical en el
calendario por la cual el calendario dejaba de existir. Esta enmienda
a la vida cotidiana ha sido secundada por otros muchos intelectuales
dueños de sí mismos como Pessoa, Sartre, Papini, Kierkegaard, la
poetisa Alejandra Pizarnik y e incluso Leonardo Da Vinci, que murió
mucho antes de que Nietzsche naciera, pero que pudo estar de acuerdo
con la propuesta de Nietzsche, puesto que, al haber sido el tiempo
anulado, los difuntos podían opinar.
Hoy por hoy, en el mundo
civilizado, habiendo el tiempo sido comprendido como una mera
incidencia o un accidente en nuestra libertad de hacer lo que
queramos, es imposible comprender cómo las personas siguen
agarrándose con uñas y dientes a las rectitudes artificiales del
calendario. La inercia les acobarda. El miedo les ciega. Pero
Diciembre no sirve para nada. ¿Para qué sirve Diciembre, cuando
pensamos en la inmensidad de nuestras almas?
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