¿Nos alivia ver morir a otros?

El horror ha supuesto siempre el primer entretenimiento del mundo. No hay civilización que no haya mirado al fondo de sus horrores para esbozar una sonrisa diabólica o proporcionarse un sustillo terapéutico.

A pesar de las matanzas, revoluciones y genocidios televisados con que distraemos la torpeza de nuestras miserables rutinas, el hombre contemporáneo vive una existencia pacífica aislado en su vulgar insignificancia, precisamente porque compara la paz grisácea de sus días con la agitación sangrienta de que le informan. Los crímenes más atroces, las más penosas barbaries son ansiolíticos muy convincentes: ante un descuartizamiento con canibalismo o ante un caso de abuso policial podemos sentirnos horrorizados, pero sobre todo, nos sentiremos satisfechos: los caníbales y los primitivos antidisturbios que salen por televisión nos parecen, en su amenazante lejanía, como atrapados por la televisión: la imagen que contemplamos es una cárcel para el horror del mismo modo que una hoguera es una cárcel para el fuego: porque sitúa ese horror en un espacio limitante que lo define sólo a través de esa limitación. 

Únicamente aislado el mal en su encarcelamiento cuadriculado es que nos atrevemos a una condena moral unánime de los acontecimientos. Pero la indignación moral no se opone al horror: lo legitima. Un horror civilizado es un horror que implica distanciamiento: un horror que no nos compromete personalmente: civilización y domesticación son procesos análogos. Las guerras tribales pertenecían a una asignatura del horror que exigía nuestra participación para democratizar los traumas: el horror civilizado sólo exige espectadores: nuestros traumas no son ya sino usurpaciones. Necesitamos y anhelamos el horror como el drogadicto su dosis de heroína. Es el horror lo que da sentido y evasión a nuestro mundo. La civilización es cínica por definición: el progreso mismo es el desplazamiento del sacrificio por el espectáculo. 

La indignación moral es, por decirlo de otro modo, la alcahueta puta de la moral: indignarse es alimentarse de la impotencia: la indignación no es tanto malestar como regocijo: es la sustitución del malestar por el regocijo: la mistificación del regocijo en malestar. Disimulamos el regocijo mediante una indignación moral que arrebata el protagonismo de las víctimas a fin de una reafirmación consoladora de nuestras impotencias. No exigimos matanzas televisadas porque queramos informarnos de los males del mundo –la información es la muerte de la sabiduría– de modo que oponer resistencias institucionales diplomáticas o sociales comprometidas a dicho fin, sino para regocijarnos ante la imagen de aquellas matanzas. La indignación moral es únicamente una falsa reacción necesaria para legitimar nuestro placer. El horror es mejor que la literatura. La sangre es el espejo del alma. 


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