Coronavirus, dolor y pornografía


I
Escribe la pensadora Susan Sontag en “Ante el dolor de los otros” que «(…) la apetencia por las imágenes que muestran cuerpos dolientes es casi tan viva como el deseo por las que muestran cuerpos desnudos». Faltaría preguntarse, una vez asumida la verosimilitud de la cita anterior, si acaso existirá una diferencia profunda entre el dolor y la pornografía. La pornografía apela más al dolor –o a la humillación, en tanto dolor espiritual que sitúa el centro propio totalmente dominado y hurtado de su soberanía: humillar es negar potencias ajenas para exaltar ilusoriamente las propias– como deleite carnal que a cualquier otro fenómeno. La sexualidad humana se compone, en su representación posmoderna, fundamentalmente como dolor y humillación. Que el sadomasoquismo pornográfico sea mainstream parece una simple anécdota, o la obediencia intrascendente hacia alguna inercia “artística”. Pero lo terrible nunca es la anécdota, pues no existe terror, por anecdótico que parezca, que no encuentre su justificación en un alto grado de contextualización cultural e ideológica.

II
Aislados en el torpe manejo descoordinado de nuestras rutinas, poco acostumbrados al tiempo tranquilo, alejados del frenesí sintético de las obligaciones, tejemos silenciosamente pequeñas maldades distantes o nos limitamos, en el aparente mejor de los casos, a consumir el dolor de los otros como si fuera un alimento con que colmar el sinsentido hasta desaparecerlo; no exigimos saber del sufrimiento para combatirlo, sino para llenar ese vacío absurdo de nuestros días; necesitamos el dolor de los otros para avivarlo: nuestra mirada es simple incitación; y a mayor interés público por el sufrimiento, mayor oferta de catástrofes.

Como espectadores podemos ser sumisos tanto de la imagen pornográfica, que es dolorosa por definición, como de la imagen dolorosa, que tiene en sí un principio irreprimible de sexualidad; y sin embargo, en nuestras vidas cotidianas somos protagonistas de ambas expresiones, activos políticos de la ideología dominante que perpetúan y consolidan su razón. Que la pornografía mainstream resulte fundamentalmente sadomasoquista no es, como decíamos, una casualidad ni obedece al mal gusto artístico de sus consumidores: la pornografía satisface, de hecho, necesidades mucho más profundas que las sexuales.

III
Cuando nos aburren el televisor, monótono parloteo de informaciones reiterativas e insustanciales, o las redes sociales, imágenes narcisistas y cínica egomanía prostituida, salimos al balcón para aplaudir colectivamente por causas y gentes que, en el fondo, despreciamos y anhelamos destruir, pese a que el sentimiento del buen ciudadano no legitime aún esa concreta sed de destrucción; o para increpar al prójimo por saltarse la cuarentena, desatendiendo su circunstancia, lo que está perfectamente legitimado según el mismo buen sentimiento ciudadano. En su “Diccionario del Diablo”, Ambrose Bierce definía así al egoísta: «Persona de mal gusto, que se interesa más en sí mismo que en mí».

No existe nada en el universo que nos satisfaga más profundamente que hacer grupo en torno a la crueldad.  Y como el tiempo libre es escuela para monstruosidades, con el anunciamiento del porvenir de un largo tiempo libre sin estorbo, el monstruo que escondemos florecerá como tripas hediondas al descubierto.

IV
El buen civilizado supone un monstruo, no en el sentido en que deja fluir su maldad alguna vez, razón y dogma que legitima a la buena civilización, sino en el sentido en que ésta únicamente prospera gracias a engendrar monstruosidades sociales permitidas, a escoger su abyección y definir márgenes estrictos de monstruosidades señaladas y repudiadas. Que el egoísta ignore nuestras indicaciones civilizadas y escape de su aislamiento nos parece monstruoso porque remarca nuestro propio aislamiento (esto es, nuestra humillación e impotencia), del que querríamos huir nosotros también; pero del cual no escapamos por buen gusto, por responsabilidad y, sobre todo, porque obtenemos más placer y nos sentimos más legitimados en señalar malvadamente la maldad ajena que en ser nosotros mismos aquellos malvados, lo que en cualquier caso somos, de maneras infinitamente más turbias y equivocadas. Todos están equivocados, sin duda alguna, pero unos más que otros, y quienes más se equivocan son siempre quienes se equivocan en mayoría.

V
Encontramos un sórdido, aunque explícito e irremediable, placer sexual en delatar; y contemplamos, tras la ilusoria protección que ofrece el cristal de nuestra ventana, el sufrimiento ocasionado con más placer aún del que encontraríamos con la visión de una escena pornográfica; después de todo, la pornografía, al exhibir como inmundicia los placeres recónditos que anhelamos y al exhibirla, como diría Baudrillard, hiperrealistamente, jamás podrá ser socialmente reconocida como una gran fuente de disciplina ideológica, no tanto en el sexo, como en la guerra y en el amor. No hay mayor fuente de sabiduría ideológicamente conformada como la que se desprende de una escena de penetración anal con tortazo. Las lágrimas felices se derramarán con espantoso regocijo.

VI
No es por descuido ni por necedad que obviamos el desconocimiento contextual de la circunstancia del otro, sino por una cuestión de indiferencia puramente inercial. La identidad se nutre de definiciones: la definición del buen ciudadano hace su uso a través de inyectarse información repetitiva como si fuera heroína y sentirse heroico en el puro acto sádico y vergonzoso de festejar un abuso cualquiera. Se está del lado de los buenos cuando se increpa, se está del lado de los malos el resto del tiempo.  La protección que brinda tener la opinión pública de nuestra parte explica la sordidez exuberante y la cobardía inmunda que resplandecen en los casos en que un buen ciudadano increpa, insulta y festeja el dolor de sus vecinos, a pesar, como decíamos, de que sus vecinos sean tan imbéciles como él mismo. El coronavirus supone la más sencilla y sólida constatación del morbo público, de su deseo grotesco por la información catastrófica y saca a relucir sus dogmas más penosos. El mal es fuente de enseñanza en el sentido que anunciaría el poeta: no sólo porque cuanto más grande es lo que nos consume, más grandes serán las fuerzas que se le resistan, sino porque cuanto más grande es el mal, mayor es lo que lo señala.


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