Una llamada al fin de las opiniones: Dios quiere que te calles


Tu opinión ha dejado lisiado a este ángel.

No existe nada más inútil que el diálogo: el diálogo es simplemente una argucia tóxica de la obstinación. Para la psicología es sencillo demostrar que las personas rara vez cambiamos de opinión, que nos aferramos a nuestras opiniones aún después de que éstas sean rebatidas, formulando mínimos cambios de significado para sobrevivir la creencia por encima de su credulidad.

    Que se rebata el argumento que justificaba la creencia no elimina la creencia, así como darle cabezazos a un árbol no impedirá que sigamos perdidos en el bosque. No nos cuesta imaginar el porqué: equivocarse es arruinarle al mundo su sentido, que se encarna en nuestra capacidad para estar en lo cierto.

    Si yo estoy en lo cierto, el mundo tiene sentido; pero si yo me equivoco…

    La opinión reafirma una identidad exclusivamente basada en la costumbre de que sean siempre los otros quienes se equivocan. Si los otros no se equivocasen tú no serías nadie: no quedaría individuo de derecho al que rezar.

    Comprendemos el mundo a través de estructuras aprehendidas: fuera de estas estructuras no tenemos nada que decir. Cuando las estructuras fallan en la comprensión de algún asunto forzamos deformaciones retóricas o semánticas hasta que acierten. No hacemos puzzles porque las piezas encajen sino para hacerlas encajar. Que encajen verdaderamente es tan sólo una comodidad añadida.

    Lo más lógico es equivocarse: mientras el mundo se disloca en complejidades infinitas, tú sigues siendo poco más simple que un chimpancé.

    Cuando se trata, además, de discusiones públicas sobre política el rebatir, objetar, argumentar se estrella contra un muro donde yace adolorido entre el estertor frustrante de una vana esperanza humanitaria.

    Yo quise hacerle un bien a la humanidad...

    Podemos escandalizarnos, como perfectos civilizados, ante la existencia de los campos de concentración o de las checas. Pero las checas, si no disuelven las opiniones, disuelven el principio que las permite. Por otra parte, que el sistema de fuerza para imponer opiniones sea más o menos brutal no disfraza la existencia tácita de un sistema de fuerza: que una mayoría parlamentaria de representantes de los ciudadanos se imponga sobre otra minoría parlamentaria no disuelve ninguna polémica por vías de la discusión política: sencillamente tienen más fuerza.

    Imponemos la verdad antes de saberla: creemos no tanto en la verdad como en el resultado de nuestra imposición. La verdad es el éxito de nuestra fuerza o el fracaso de nuestra debilidad.

    Se dice que un tirano sólo puede objetarle a otro la elección de sus víctimas. Del mismo modo un demócrata no puede objetarle al tirano la imposición por la vía de la fuerza sino tan solo por el grado de fuerza mediante la cual se impone. Somos, sin embargo, seres civilizados del siglo más amanerado de la historia y consideramos que un grado mínimo de fuerza es moralmente más aceptable que una tumba anónima en el desierto . En el primer caso, se resuelve la polémica y en el segundo se resuelve la existencia de la persona.

    Es vano meditar acerca de por qué los demás no cambian de opinión: cómo podemos forzarles a compartir nuestra opinión. Más que vano, es quizá el pensamiento más totalitario que pueda existir: una sociedad sin conflictos es una sociedad muerta. La tarea que invoca el porvenir no será comprender el porqué los otros se obstinan en opiniones que sabemos falsas sino en examinar minuciosamente nuestras propias opiniones: qué grado de convencimiento podemos aceptar antes de juzgar la estupidez del prójimo.  Pues el convencimiento de estar en lo correcto se representa tanto o más elevada en su falsa magnitud relativista: lo relativo son vuestras opiniones, no las mías. Que carezcamos de la valentía de una violencia física para cerrarle la boca a los charlatanes no implica nada positivo acerca de nuestra altura moral.

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