¿Necesitamos que una guerra nos espabile?

Decían los futuristas italianos que la guerra es la higiene del mundo. Poco más tarde los fascistas, surgidos de este movimiento, materializarían la idea al modo heroico de las grandes matanzas históricas. Las grandes matanzas nos tientan, no tanto porque los hombres gocen sádicamente con la sangre sino porque representan un cálculo satisfecho de justo equilibrio, digámoslo así, demográfico. 

En “La negación de la muerte” el antropólogo Ernest Becker defiende que todos tenemos unos héroes. Relativizando el concepto, que para los fascistas contenía un sentido específico limitado aunque fascinante por su completa negatividad, podríamos decir que la heroicidad representa un sistema simbólico que la sociedad dispone para combatir nuestra impotencia, haciéndonos creer que podemos transcender la muerte a través de la prevalencia de ciertos valores objetivamente fundamentales. 

Cuanto más impotente es una sociedad más todopoderosos son sus héroes. Pero cuando a una sociedad impotente le sumas un cansancio profundo, cansancio devenido del proceso de domesticación que exige todo proyecto civilizatorio, por definición “nihilizante”, obtienes como resultado la imposibilidad ontológica de engendrar un auténtico sistema de héroes. Es sencillo dar ejemplo de este punto comprendiendo al héroe contemporáneo como a un puro negador de los vínculos comunitarios. Esto es lo que Becker llamaba, precisamente, el “antiheroísmo”, por más que el mundo moderno se empeñe en alabarlo como heroísmo.

Los estudios culturales expresan dicha extinción de los vínculos como “atomización”, que confiere al individuo aislado, competitivo, enajenado y mediocre un estatus de “triunfador”. Pero este ejemplo de triunfador es un simple animalillo castrado enseñando los dientes o, más bien, unas encías huérfanas de estructuras dentarias, al que más bien habría que alimentar a base de purés, papillas y otros alimentos untuosos. Si se pudiera medir la libido de estos triunfadores probablemente se descubriría cómo se encuentra especialmente disminuida. Los hombres en general llevan por lo menos cincuenta años con la libido bajo mínimos. La pérdida fundamental que sufrió la humanidad con la II Guerra Mundial no fue en materia de vidas sino de libido.

Nuestra crítica, sin embargo, no es contra el hombre concreto, de carne, pelo y huesos, a pesar de los excesos retóricos. Si el sistema de héroes resulta fallido no es culpa de los individuos particulares, que se limitan a una supervivencia dulcificadamente impotente. Que el hombre responda con un bostezo al reclamo de la guerra se debería comprender como la consecuencia necesaria a una serie contingente de tropiezos ideológicos, sociales, históricos, culturales, artísticos o pornográficos. El instante histórico, que acontece en lo inmediato, se compone de una infinitud de fragmentos horizontales de grupos donde la culpabilidad aparece diluida y ninguna inocencia es posible.

El preguntarse por la guerra, esto es, por la necesidad o inevitabilidad de la guerra, es siempre necesario. ¿Es necesaria una guerra que nos espabile? Pero la guerra del presente es siempre el bostezo del mañana. Nuestro bostezo es consecuencia directa de las grandes futilidades bélicas del siglo pasado. La gran objeción contra la guerra se deduce del hecho de que quienes sobreviven no son necesariamente quienes merecen vivir. Es más, quienes se imponen son siempre quienes merecen morir –ganarse la muerte es merecer la vida. ¿Quién no merece morir, a causa de sus actos, durante una guerra, excepto precisamente los supervivientes? Claro que la excusa no podría ser más sencilla: esa misma impotencia que induce nuestros bostezos nos induce también a matarnos. Pero lo único cierto es que “merecer” y “vivir” son conceptos antitéticos. Que algo sea gramaticalmente correcto no significa que sea bueno.




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