Codicia benéfica: gratis para tu bolsillo, caro para tu alma

Al contrario de lo que ocurre con la humildad, que iguala responsabilidades sin ceder a los intereses económicos o mediáticos individuales, el activismo transforma la “entrega” en “rendimiento”: el activista se entrega sólo para recibir, con lo cual, no se entrega en absoluto. El activismo es una excusa para medrar, para consolidar la imagen pública a fin de monetizarla, pues el activista comprende la causas sociales como oportunidades de auto-promoción. Donde hay una injusticia hay una oportunidad de negocio.

Escribió el ruso Dostoyevski que las limosnas rebajan a quienes las ofrecen y a quienes las reciben, pero en el caso del activismo, sus limosnas no son bienes materiales, como dinero, fuerza o alimentos, sino representaciones disimuladas en acciones: el activista tutela los movimientos que parasita. 

El activista representa, lidera, moviliza. Acciones oportunistas, todas ellas, pensadas para destacar, exhibirse, señalar su auto-importancia administrando y mistificando su necesidad: el activismo se ejerce imponiéndose “horizontalmente”. Por encima de la masa anónima de ciudadanos solidarios aparece la figura de su guía moralizante señalando el exterior de la confusión: nos es imposible distinguir la diferencia entre nuestro bien y su lucro. Pues el activista no sólo se ha profesionalizado: se ha acaudillado sectariamente. Ha conseguido que la causa sea dependiente de su adalid, o si no la causa entera, por lo menos cierta doctrina en torno a la causa. El activista no libera a los oprimidos a quienes dice auxiliar: asegura esta relación de dependencia que lo alimenta.

Que todas las empresas, que todos los líderes de opinión, famosillos, trepas, advenedizos y arribistas se erijan en representantes y defensores de causas sociales transforma el activismo en autobombo: como la codicia desvergonzada de los poderosos no tiene fin, no contentos de tener más dinero, poder político y atención colectiva, desean asimismo aparentar mayor bondad y ser la guía luminiscente de los pobres por el camino de la justicia. La causa social se ha convertido en disculpa de la maldad personal, o más específicamente, en legitimización del mercado; no sólo porque la solidaridad, el compromiso, la responsabilidad, etc., revaloricen a las empresas de cara a la opinión pública y alivien el peso en la conciencia de sus máximos dirigentes, si acaso no carecieran de conciencia; sino también porque el activista, renunciando al viejo logro capitalista, cuyo premio material es la riqueza, hace de sí mismo, de sus intereses, una empresa con que alimentar sus vanidades y consagrar sus ambiciones personales. El objetivo del activista no es la riqueza, que deviene en fama, sino la fama que deviene en dinero. No es “ser” ni “tener” sino “parecer” para “atraer” todo lo anterior.

Atrapados, desdichados y malditos, somos víctimas de las inercias culturales del mercado, que vician la bondad humana para calcularla sobre un supuesto económico nihilista. Estos nuevos especuladores no son, siquiera, vampiros sofisticados, porque son astutos, no geniales. La diferencia entre unos y otros es la capacidad de los segundos para romper con las inercias del pasado. Porque una inercia no es una fatalidad: es sólo una resistencia al cambio nacida de una fuerza anterior. Probablemente no quede nadie genial en este siglo, salvo que consideremos como geniales a los vendehumos de turno como Steve Jobs o Elon Musk.

Sería ridículo, por otra parte, pretender un cambio de conciencia social entre los favorecidos por la conciencia social presente, ya que son prósperos gracias a su perversa adaptación. Después de todo, un verdadero activista no renuncia al glamour, ya que es más fácil "redimirse" del lujo que renunciar a él.


Imagen satírica del activismo
Los nihilistas no se redimen, renuncian o se aniquilan.




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