¿Los jóvenes nos imitan o nos matan?

Las emociones le ponen color a la vida, sal y pimienta, aunque sea bajo el acecho del ridículo, pues todo es trivial por mucho que lo idealicemos,  e ignorarlo (lo que ocurre es que los hombres ignoran por instinto) es parte fundamental del saber vivir bien en sociedad. Los hombres gustan de urdir estruendos, se regocijan en lamentables explosiones de ebriedad, adoran golpearse eufóricos los pechos, lloriquear sensibleros y sonarse los mocos con pasión, celebrar vanidades particulares o comunitarias que, en el fondo, ni les afectan ni les conmueven lo más mínimo, ya sean competiciones deportivas, eventos culturales, elecciones autonómicas o el nacimiento del primogénito.

Cuanta más juventud acusa un hombre más inflamado por pasiones mendaces asomará su corazón, más difícil será perturbar su absurda levedad de chimpancé ilusionado. Muchos han sido así, a pesar de que ahora, a sus treinta y tantos, momias adolescentes, eufóricos cansados, afanosos apáticos, neurasténicos hastiados, resentidos por sus fracasos…, gocen con sus mohines omnipotentes y sus sabidurías frustradas. El hombre es un manirroto hipócrita: primero derrocha y luego mendiga, primero agota sus energías y atrofia sus músculos y luego se encoleriza porque los demás corren más rápido. 

El que envejece contempla al joven como a un competidor con suerte sin percatarse de que él mismo tuvo también esa suerte, que el joven al que hoy él enfrenta será también algún día no muy lejano o un anciano resentido o un anciano resignado –que es la única forma inteligente de envejecer–. Habría que decirse esto cada amanecer, que todos envejecemos y morimos, que la decadencia es igualitaria y la muerte imprescindible, a fin de ser buenos y generosos con el prójimo, ya que sólo a través de la total vulnerabilidad, de la carne viva que late doliente bajo el pellejo, podemos comprender y amar al otro. Es en el patetismo donde el hombre encuentra un fundamento moral irrebatible.

Claro que es imposible el que un joven se diga esto, salvo que sea un joven mermado, un joven socialmente marginado a causa de alguna tara física, porque la compasión se aprende, nadie nace compadeciendo. Pero son los excesos los que nos demuestran funcionales. Un joven denota más adaptación al entorno social cuando hace el ridículo en fiestas ilegales que cuando cumple con sus pequeñas rutinas laborales o con incomprensibles exigencias higiénicas. Condenar al idiota por divertirse es condenar el mundo que comparte contigo; pues en primer lugar, prosperar en la idiotez es lo opuesto a curarse; y en segundo lugar, es un acto tan improductivo que parece hasta injusto.


Foto de Halloween antigua
Jóvenes sanguinarios en rave fúnebre






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