¡Abstente! Esbozo para una «Indiferencia activa»

Antes apostamos por el encanto personal de un ser humano que por sus méritos, virtudes espirituales, esfuerzos de superación e integridad, de lo que se deduce naturalmente que carecemos, en materia de juicio sobre los otros, de cualquier responsabilidad moral y hasta de la más mínima credibilidad: entre los buenos y los malos solo sabemos escoger al más simpático.

En democracia esto es palmario, pues a los políticos los votamos más por tradición, coquetería y desidia que por entendimiento y admiración. Los hombres, por lo común, no obedecen más que a títulos y a autoridades abstractas y no a sus verdaderos superiores, sino muchas veces a gente muy inferior respecto al promedio. ¿Qué hombre elegantemente superior, por otra parte, se prestaría al ridículo electoralista y a la pantomima performativa que llamamos democracia? El político, si acaso, puede ser lo mejor de entre lo más bajo, lo cual ya es un consuelo.

La democracia jamás se justifica por la búsqueda de los valores humanos más elevados sino por una inercia despectiva entre las diferentes contiendas políticas. Cada votante, si no sabe exactamente qué es lo que vota, sabe por qué no debe votar al contrario. Consideramos que tal o cual partido político es el ideal para el bien de nuestro país simplemente porque nos parece que es el único que puede salvarnos de la perdición causada por los otros partidos y sus amenazas, el único que puede oponer su fuerza al poderío enemigo. A tal grado de desconfianza, decadencia y degradación hemos llegado que rara vez se vota como un bien en sí sino como la respuesta más acertada a un mal virtual que podemos sufrir. 

El descontento, de todas formas, es mayoritario, pues más pronto que tarde nos damos cuenta de que de que cuando gana nuestro partido los enemigos no desaparecen ni tampoco lo hacen nuestras más penosas dificultades cotidianas, y que muy a menudo es como si no ganara, pues uno apenas nota en qué ha cambiado su vida exactamente.

Nuestra opinión del mundo, sin embargo, no varía un ápice con el resultado de las elecciones, pues nunca llegamos a plantearnos en serio la hipótesis alternativa de que tal vez estuviéramos equivocados al considerar que había triunfos políticos histórica o pragmáticamente necesarios frente a otros triunfos injustos e indeseables. Nos limitamos a una adaptación superficial a las nuevas circunstancias, porque sólo de esta forma funcionamos “bien” en el mundo.

Así como cuando gobierna el partido que nos conducirá irremediablemente a la ruina renovamos nuestras esperanzas de un cambio —que pasa por la destrucción del gobierno imperante—, cuando gana el partido que nos traerá la salvación lo que renovamos es la sensación de amenaza sin que el triunfo logre atemperar, durante más allá de dos o tres semanas, nuestra ansiedad por la destrucción; somos más temerosos y mezquinos cuando ganamos que cuando perdemos.

Ningún tiempo es absoluto, no existe imperio definitivo y la gran mayoría de las personas, cuando comprenden que aquellos en quienes confiaron su salvación personal son impotentes e incapaces de llevarla a cabo, se decepcionan de estos y los castigan quedándose en casa durante las próximas elecciones; cuando no pasándose, en el más doloroso de los supuestos, al bando contrario, demostrando así que da igual unos u otros, que o bien todos los políticos son iguales o bien todos los votantes son igual de tontos. 

Nos aburrimos mortalmente cuando todo parece marchar bien, la paz nos acerca a los muertos y casi nadie desea estar muerto, a lo sumo lo que se desea es sedación, un libertinaje evasivo o un buen sueñecito. Pero lo que el hombre tiene ante sí en cualquier circunstancia es la muerte; incluso lo más extraño a la muerte nos conduce a ella precisamente porque es lo más extraño. Cuanto más nos esforzamos por huir del conocimiento de la muerte más nos hundimos en ella, pues más dejamos que ella guíe nuestras vidas mediante amargos subterfugios.

Lo que no terminamos nunca, en apariencia, de comprender, es que lo que está mal no son los políticos ni la política sino nuestras ilusiones. Lo que está mal es ilusionarse. Más nos valdría, entonces, ser escépticos y estoicos antes que pesimistas, y adaptarnos a la realidad no a través de una negatividad pasiva sino de una indiferencia activa. La metafísica del universo es asunto desviado, oscuro, impenetrable y profundamente cruel. Ahora bien, ¿nos es posible una auténtica indiferencia, más aún, una auténtica indiferencia activa? Pero la indiferencia no es un estado neutro, una posición cómoda de apatía abstracta, sino un látigo con el que castigar las ilusiones a fin de prevenir, por un lado, el sufrimiento devenido del desencanto y su característico sentimiento de impotencia; por el otro, el ridículo que hacemos cada vez que nos dejamos hechizar con la política. Es un sencillo consejo estético, pero nada es demasiado serio.

gato eligiendo fruta de pie en el mercado
Gato eligiendo entre las múltiples opciones políticas del mercado electoral



Comentarios