Analogías entre la libertad y la sed

    ¡Libertad, timidez de la máquina! ¿Qué hay detrás de esta idea que se instala por igual en los sesos benévolos y en los peligrosos? ¿Invitación a la autonomía y el amor propio, o permiso para manipular y destruir? Se podría insinuar teóricamente que no existen libertades oscuras o violentas, puesto que el ideal de libertad* implica la ausencia de vínculos forzosos como los que precisamente encontramos en las relaciones de poder y en todas las situaciones de agresión o de seducción. Pero, ¿qué importa el ideal? ¿Qué importa el que una idea sea pulcra y amable si siguen cometiéndose atrocidades en su nombre? ¿Cuánto conserva de sí mismo un concepto bienhechor a lo largo de las masacres históricas que él mismo ha inspirado? ¿Qué más da creer en Dios si seguimos siendo crueles? Como ocurre con toda elucubración sublime, anestesiada por su propia perfección, propicia un escenario grotesco donde las conveniencias más dispares abusan de su armonía mientras duerme. Se alzan ideales porque los ideales duermen y es extremadamente fácil aprovecharse de ellos. Para el triunfo de una perspectiva, incluso ante sí misma, sólo hace falta introducir narcosis en sus cimientos, porque las ideas narcotizadas (es decir, los ideales) se dejan manosear, y este es, en el mejor de los casos, nuestro afán principal: manosear la verdad a nuestro antojo. A una buena persona se le dice que ha de ser libre y comprende: debo seguir haciendo el bien. Sin embargo, en las mismas circunstancias una mala persona comprendería: debo seguir haciendo el mal. 

   En la práctica no importan tanto las ideas como los malentendidos que puedan surgir a partir de ellas: divinidad o libertad, mucho más que abstracciones, son en realidad el origen de un largo catálogo de atrocidades y prodigios palpables: sucesos que brotan del capricho solipsista de nuestras cópulas mentales. Hasta la más pura de las ideas (y precisamente la más pura de ellas) obedece los decretos maniáticos de nuestra intimidad, y baila al son de nuestras ocurrencias cotidianas, causando estragos y maravillas independientemente de su contenido. Las grandes ideas sólo se dignan a intervenir en el mundo en función de las leyes vaporosas del capricho individual y la inercia colectiva. En el lecho escondido de nuestra mente se revuelcan las excusas de las que nacerán nuestros actos: cada mañana nos contamos un cuento a nosotros mismos, y al cabo del día a ese cuento le saldrán tumores que serán nuestras decisiones de la vida real. ¡Larga vida a las fantasías que, por desgracia, nos impulsarán luego en un sentido o en otro, o en cualquiera de los sentidos!

    Por lo demás, hay una fragilidad tediosa en los discursos internos que se apoyan (consciente o inconscientemente) en el principio de libertad porque, pese a sus ilusiones sanadoras, suelen negar el hecho de que a veces las ataduras cumplen una función esencial, es decir: ven las cadenas pero no ven a la bestia encadenada. Precisamente porque existe mucho lastre espiritual del que librarse, es terriblemente común idealizar la ausencia de lastres, y desarrollar una peligrosa intransigencia hacia ellos: es más fácil creer en la aniquilación genérica y especulativa de los problemas que enfrentarlos en su concreción. Es más fácil creer en la libertad que tratar de liberarse. Para tratar de liberarse no hace falta creer en la libertad, y para creer en la libertad no hace falta tratar de liberarse. Tal es la diferencia entre la libertad vista como resistencia cotidiana ante las inercias oscuras y la libertad entendida como principio vital neutro y autocomplaciente. Al suscribir esta última patraña no se hace ni siquiera necesario integrar explícitamente el concepto de libertad: precisamente por su carácter genérico, la libertad en este punto pierde su nombre y pasa a identificarse con la satisfacción de cualquiera de nuestros deseos inmediatos o nuestras ensoñaciones. Una idealización así, como puede sospecharse conduce no sólo a la irreflexividad sino a rechazar automáticamente todo límite por el mero hecho de ser límite, por un impulso ciego de transgresión: extravagancia maquinal, orgasmos marginales, vórtices de autocomplacencia.

    Internet es el claro ejemplo de un espacio donde el presupuesto de libertad ambiental contrasta casi siempre con la amargura feroz y la frivolidad de lo que allí sucede. En la red, la información y la interacción social adoptan una forma torrencial (tanto temporal como espacial) que, pese a facilitar extremadamente la comunicación y el acceso al conocimiento, nos hace presas del embobamiento y la insensibilidad o partícipes de alguna sensibilidad ilusoria. El hecho de que toda esa sabiduría disponible no produzca más que infoadictos maniáticos y dignos sucesores del desastre espiritual hace pensar como mínimo en la terrible influencia de la forma sobre el contenido. En El Testigo nos preguntamos si no será La Creación el Internet de Dios, en el mismo sentido: Dios se encontraría frente a una realidad excesivamente disponible, y por eso mismo se vería imposibilitado para realizar nada propiamente divino. ¿Seguirá Dios tan contento como al principio? Nos preguntamos si Dios aún reina erguido, si conserva algo de su vieja gloria creadora, o si más bien pasa la eternidad hinchándose con antipsicóticos y antidepresivos y rehuyendo la mirada a esa parte de sí mismo que somos nosotros.

¡Tranquilo, Dios, pronto inventaremos la libertad automática!


* Ideal que, de forma algo ridícula, puede resumirse como la extirpación de todas las determinaciones externas. Dicha extirpación provocaría, según la combinación específica de misticismo y narcisismo con que se quiera entender esto, la disolución o la revelación (progresiva o repentina) de una identidad.

Cuadro de Siegfried Zademack

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