El reino vegetal de las opiniones

hombre con una planta en las manos
Una opinión es un regalo que nos hacemos a nosotros mismos.


Vegetamos en nuestras opiniones, como gusanillos hastiados y atónicos, nos amodorramos en el cálido abrazo de su compañía axiomática, respiramos los dogmas vivificantes de su aliento embriagador y nos echamos un sueñecito amable sobre sus blandas nubes de seguridad en uno mismo y fe ciega en la verdad de lo que estamos diciendo.

Gozamos con las opiniones, inflaman el alma y entumecen nuestros desequilibrios, pues toda opinión, en el fondo, es lenitivo contra los males mundanos del alma: abiertas las úlceras, corre la sangre; abierta la boca desde el esófago hasta la coronilla, se precipitan a borbotones las palabras y la angustia supura, aligerando el peso de nuestra ansiedad: la opinión afirma su prestigio y su dignidad como exutorio espiritual para la desinfección del alma. Una opinión es una forma de caricia que la mano se hace a sí misma. Al opinar abolimos nuestras angustias, censuramos nuestros vacíos y trascendemos nuestros fracasos.

El oído se satisface con las propias reverberaciones internas –estremecimiento apopléjico y apologético de los nervios, cosquilleo etéreo y tontorrón en los átomos, codiciosos e inquietos–, regocijándose maravillosamente en el eco y en la repetición, enganchado a los estribillos estridentes de la imprudencia y la verborragia, al soniquete falsamente discursivo que el diafragma alumbra, la lengua entrega, lanzando las palabras como látigos babosos y que las orejas, con sus aleteos intransigentes y sus súplicas manilargas, exigen de regreso. Así puede un hombre, sumido en sus ordinarias agonías existenciales, sobrevivir a las frustraciones cotidianas que componen la cualidad de nuestros días y nuestras noches, aferrándose a estos pequeños placeres eficaces que alimentan sus esperanzas y compensan sus más penosas oxidaciones articulares.

Para que una opinión concreta triunfe sobre sus competidoras, para que logre sofocar las restantes tentativas de sometimiento a su alrededor, basta con que esa opinión sea absolutamente incapaz de emanciparse de nuestras inercias, que sea inútil para engendrar inercias nuevas y que se limite a consolidar nuestros insulsos hábitos de siempre. Es además condición indispensable de toda opinión predominante el que intuyamos, de hecho, su completa inviabilidad en la vida práctica; cuanto menor esfuerzo práctico y compromiso personal exija una opinión, de mayor estatus gozará en la suma reconfortante de todo nuestro sistema de opiniones; inútiles para variar nuestras rutinas, nos aferramos a ellas precisamente porque son inútiles para variar nuestras rutinas: es mejor darle un sentido a los que errores que rectificarlos. 

Es únicamente cuando una opinión resulta estéril a la hora de posibilitar alternativas vitales realizables que decidimos apostarlo todo a la improductividad esencial de su imperio regularizador, pues las opiniones no tienen como función específica la de reafirmarnos en una verdad, ni siquiera la de evocarnos una mentira ilusionante, sino la de mantener el estatus quo, atenuar las malas pasiones y consolarnos en nuestra sensación de que algo no marcha bien en nuestro mundo.  Al opinar construimos un muro entre nosotros y el mañana, el futuro, todo lo que nos amenaza, el devenir. Incluso las opiniones más favorables al devenir nos protegen contra éste, porque el devenir es cambio, el cambio es inseguridad y la inseguridad es muerte. Simbólicamente, lo único que no se parece a la muerte es precisamente la muerte, donde sustituimos la necesidad de opinar con la necesidad de velar nuestro silencio.

Es fácil advertir este abismo diferencial que separa una vida de su verdad, escisión trastornada de la verdad y la vida, cuando la verdad –disparate pretencioso, en el mejor de los casos, letanía capital y afectivamente rentable, en el peor– se convierte en lo opuesto a la vida. Animales sutiles, sin embargo, reyezuelos enrevesados y diosecillos devenidos en fango, nuestra capacidad de sobrevivir en paz con nosotros mismos, de mistificar, en síntesis, una armonía inexistente entre la verdad y la vida, se desprende de toda una serie de artificios retóricos, retorcimientos anímicos y escorzos mentales  destinados a la matización absoluta, compulsiva y catalogadora de nuestras verdades, a fin de conectarlas a nuestras vidas. Opinar es hundir el rostro, sin beber de sus aguas, en el río del olvido, aspirando a convertir la corriente en nuestro propio rostro. 


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