Igualandia: ¿parque de atracciones o matadero?

  II, 042: Lo inferior no estorba.

A QUIEN reside sobre montaña y valle, y sobre las nubes,

No le mueve un cabello el trueno, el rayo ni el estruendo.

Angelus Silesius.


La social-democracia es el principal fundamento político de las desigualdades naturales entre los hombres, ya que es el único sistema que logra vagamente impedir los privilegios sociales por nacimiento, privilegios que no harían más que tergiversar y enmascarar la desigualdad natural a propósito de su excusa.  No desconozco que espíritus más irascibles que el mío, aunque desde luego no tan audaces, han querido demostrar suspicazmente lo contrario; a saber, que los demócratas pretenden igualdad de oportunidades con el objetivo de una igualdad de resultados. Ignoremos el supuesto iluminado mediante el cual logramos descifrar en los otros sus macabras intenciones apenas disimuladas. ¿Qué demócratas avispados, qué progresistas inteligentes defienden esto? Porque si un demócrata defiende tal cosa, no es un demócrata inteligente; y ni siquiera un auténtico demócrata –ya sería muy errado y delirante incluso sostener que acontecería esta igualdad de resultados–. Criticar las ramplonerías discursivas sin llegar a atender jamás los argumentos más profundos de los oponentes representa un juego deshonesto, a pesar de que contente la propia vanidad y reafirme las posturas previas: si el otro es un imbécil el esfuerzo de criticar o de refinar nuestros propios argumentos se vuelve innecesario. Esbozaré, en cualquier caso, una pequeña averiguación acerca de esto que afirmo, que espero resulte verdadero e incuestionable, o cuanto menos convincente.

Una organización social menos meritocrática, que no se fundamente en la igualdad basal entre la ciudadanía, jamás lograría dar cuenta de las desigualdades efectivas sobre las cuales se fundamentarían sus privilegios, ya que asumiría un carácter congénito y heredable que haría imposible una demostración veraz de sus presuposiciones. Esto asumiendo, a mi juicio de forma risiblemente chata, la igualdad como un mero competir en igualdad de condiciones, que es la idea de meritocracia que circula entre los Estados capitalistas; igualdad sin embargo inexistente en el momento en que las instituciones permiten que se hereden vía sanguínea o patronímica unas posiciones ventajosas, estructura que impediría verse abocados a la mendicidad a estos hijos inútiles de los más poderosos. 

Por supuesto, no existe una condena absoluta hacia la mediocridad por mediocre que sea tu entorno, pero la estadística se impone casi siempre sobre nuestras buenas intenciones y sobre nuestras codicias y estulticias particulares. En cualquier caso, no sólo nos vemos beneficiados del dinero de nuestros padres, también del entorno socioeconómico en materia de acceso a la cultura, contactos o estudios. Es fácil que el hijo de un rico o de un aristócrata se convenza de que todos sus logros son el resultado de su esfuerzo, porque naturalmente no todos los hijos de ricos ni de aristócratas son imbéciles redomados, brutos ineficaces y vagos  desalmados, sino que la mayoría realmente se ha esforzado por mantener la posición de sus padres o por lo menos tener una más que aceptable calidad de vida; pero sería falaz corresponder al resultado de este esfuerzo el sacrificio relativo al esfuerzo mismo. Lo argumentaré a través de un ejemplo: un viejo jorobado puede competir con un joven príncipe por llevar ciertos toneles cargados de agua del río al castillo, y por mucho que el príncipe haya cumplido legalmente su parte del trato, esto es, que no haya usado un carro ni le haya pedido a sus siervos que carguen el tonel en su lugar, la fuerza de que dispone el viejo jorobado será menor y por lo tanto mayor su esfuerzo para alcanzar su objetivo, aunque tarde más en conseguirlo o no lo logre en absoluto. Que el hombre sea un viejo jorobado no es culpa de nadie, por supuesto, ni del príncipe ni del jorobado, no afirmo que haya que romperle una pierna al príncipe o doblar su carga, pero eso no reprueba el absurdo de igualar ambos esfuerzos por los resultados obtenidos. Romperle la pierna al príncipe, además, seguiría sin solucionar demasiado, porque rebajar el nivel de ambos no aumenta precisamente el bien de nadie. Obligar al príncipe a ayudar al jorobado, a través de una solidaridad forzada mediante impuestos, tal vez no sea una medida ni mucho menos libertaria, pues sigue siendo una coacción; pero si no ya al jorobado, le da la oportunidad a su descendencia de destronar al príncipe mediante su propio esfuerzo, aunque a este esfuerzo se le haya restado una escala probablemente injusta si lo que se quiere es medir la capacidad por el éxito y la incompetencia por el fracaso. Por otra parte, a este ejemplo le faltaría analizar de qué manera el comportamiento de los poderosos establece las condiciones de esfuerzo de los demás; de qué manera el éxito de alguien redefine las condiciones mediante las cuales se accede al éxito y limita, asimismo, toda tentativa de usurpación o destronamiento. Naturalmente, los hombres no están tan interesados en defender la justicia como en defender su propio beneficio; y si la estructura social y política no se lo impide, su interés egoísta puede ser muy contraproducente, no sólo para los demás, sino hasta para su propia conservación; lo contrario equivaldría a sostener algo así como una infalibilidad del hombre o una absoluta racionalidad inmaculada.

Escribe Nicolás Gómez Dávila: «La libertad es derecho a ser diferente; la igualdad es prohibición de serlo». Pero la desigualdad, en abstracto, –y les ruego que me permitan esta breve digresión–, también podría negar la diferencia.  Algunos tipos de desigualdad racial, por ejemplo, equivaldrían a una forma de igualdad en diferentes escalas, pues la raza concreta que se viera superior podría no discriminar bajo retóricas anti-igualitaristas por motivos elitistas entre los miembros de su propia raza. Aquí el grupo “racistas” aspiraría a una Unidad racial idéntica a sí misma entre los individuos de una sola raza, mientras que pretendería el exterminio contra el resto de grupos racialmente distintos. En Europa, no obstante, esto sería muy extraño, ya que las ideologías racistas han subordinado históricamente la raza al anti-igualitarismo, y no al revés.

    El problema de la social-democracia, regresando al núcleo de nuestras averiguaciones, no es la igualdad de derechos, que no equivale en modo alguno de forma necesaria a una negación de las diferentes capacidades –sólo un orgulloso imperativo podría sentirse susceptible en este punto– ni asume una posición unitaria del calibre de los hombre; sino que los hombres, incluidos los supuestamente superiores, no saben bien a quién se debe obedecer ni por qué, ni están exentos de error, de ser engañados, manipulados o, me pongo en el peor de los casos, por mucho que pueda ser considerado una fantasía insensible, devorados vivos por un oso gris que no acepte el argumento de que, como somos seres superiores, seres pensantes, no tiene derecho a comernos vivos.

El que uno no alcance nunca una posición privilegiada en la jerarquía social, sintiéndose, en cambio, superior al resto de los hombres, no refuta la social-democracia sino a lo sumo su propia noción de superioridad. Pues el que pretende un sistema equilibrado bajo el presupuesto de la desigualdad natural entre los hombres espera que el sistema legitime estas nociones sin exigir ni una sola prueba de auténtica valía, a excepción de un privilegio auto-concedido de nacimiento. A este tipo de anti-demócrata, por lo común, lo que le preocupa es que el universo tampoco corrobore sus nociones; pero protestar contra el universo es mucho más vano que culpar al sistema por nuestros fracasos y mediocridades.

Haríamos bien de cuidarnos, por último, de creer que sabemos quiénes son superiores y por qué razón, dado que a menudo los encantos personales de los monstruos son superiores a los encantos personales de los santos; no sólo esto, sino que basta un instante para que un hombre inferior, habiéndose inspirado por la luz de una sabiduría vitalmente enriquecedora o por las posibilidades infinitas de una nueva idea, suba inmediatamente los peldaños que parecían separarle de aquellas naturalezas más distantes que le contemplaban con desprecio poco disimulado.  

La superioridad no es ni innata ni eterna, a lo sumo son innatas ciertas capacidades potenciales, pero de nada vale una gran potencialidad si no lo acompaña un esfuerzo diario. A los hombres, por virtuosos que puedan parecernos, debemos evitar el darles un juicio seguro, al menos hasta la fecha de su muerte. Pues si las cosas de la vida son mutables significa que los hombres también lo son, que cada cual se encuentra sometido a su propio devenir personal, dentro del cual no cabe comparación alguna. Nada de esto significa que nuestras confianzas o desconfianzas hacia hombres concretos carezcan de sentido, dado que adaptamos y guiamos nuestras conductas por las ideas que de estos tenemos. «Es preciso juzgar al hombre por sí mismo, no por sus adornos ni por el fausto que le rodea» escribió Montaigne. Ahora bien, ¿qué no supone un adorno a lo largo de toda una vida humana?, ¿qué no es fausto? Un moribundo groseramente estúpido, ejemplo de una vida dedicada al vicio, puede mostrarnos el camino hacia la sabiduría, aunque sólo sea gracias al mal ejemplo que proporciona; y hasta hallarla él mismo antes de esfumarse y materializar su duración. «Aunque los hombres se alaban de sus grandes hechos, éstos no son con frecuencia los efectos de un gran propósito, sino los efectos de la casualidad» dijo este brillante y agudísimo moralista que era La Rochefoucauld.


El camarote de los hermanos marx
El camarote de los hermanos Marx.


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