Nuestra abominable necesidad de un consuelo

 ¿A quién le hablan los que hablan con sus perros? 

No puede ser que le hablen verdaderamente a sus perros, que ingenuos e inocentes, apenas comprenden; ni a los testigos, que con sus labores y sus miserias, cruzando apresurados las calles y avenidas, no escuchan; ni tampoco a sí mismos, porque repetirse las cosas una y otra vez es tedioso y poco atractivo, nada más que los febriles, los moribundos y los necios se repiten las cosas una y otra vez a sí mismos. Entonces, ¿a quién le hablan los que hablan con sus perros? Pues es al universo a quien le hablan: una forma moderna del rezo tras la muerte de Dios: la interpelación sin destino que evidencia un mundo convertido en orfanato desahuciado al tiempo que en leprosario tortuoso: voces chocan con voces, besos sibilinos de serpiente y el sonido cadencioso y arrullado de una soga apretándonos suavemente los cuellos, yendo, volviendo y regresando... –En suma: dándonos placer.

Porque hasta cuando el disgusto resulta de una clara provocación del perro –tira demasiado, no obedece tus órdenes, le ladra a otros perros, se arroja ansioso a por los gatos, etc., así son los perros y así deben seguir siendo– formulan su protesta remilgadamente deshonesta: se dirigen al chivo expiatorio que representa su perro, incapaz de responder, para que el torrente de malestar emocional, a borbotones, salga afuera en lugar de enquistarse dentro. La metástasis es una metáfora del silencio.

«¿Pero tú te crees que es normal ir tirando así por la calle? ¡Hay que joderse, colega!» escucho que le grita un hombre a su perro, que trae hacia sí con fuertes tirones que el perro acepta con desinterés o, cuanto menos, amodorrada resignación –es un perro enorme. «Vamos, es que vamos…, que así no se puede ir contigo a ninguna parte. ¿Acaso quieres volver a casa?». 

Su problema, obviamente, va mucho más allá del perro y su desobediencia: podría buscarse el rastro de sus malestares tras el velo torcido de sus palabras de protesta. El signo definitivo de su disgusto nos lo desvelaría una semiótica concienzuda e incansable, algo de filosofía, zoología, psicología, etc., o tal vez todo eso al final resulte redundante respecto a la gran enseñanza de la teología: que cada uno de nosotros carga en su pecho con un vacío del tamaño de Dios. Si resulta además que ese hombre castiga a su perro –lo lleva a casa y le priva de  la continuidad de su paseo– ha dado un paso definitivo hacia la locura: adecúa el mal que realiza a una noción de justicia fundamentada únicamente en sus frustraciones, dado que los perros no conceptualizan tan hondamente sus propias iniquidades. Lo que representa para nosotros la desobediencia del perro es la imposibilidad práctica de ser obedecidos, es decir, honrados y dignificados como precisamente no merecemos.

No puedo, llegados a este punto, sino acordarme de las últimas palabras en aquel cuento extraordinario de Chejov (“La tristeza”) donde el protagonista, un cochero que perdió a su hijo, tras varios intentos fallidos para hacerse escuchar por sus clientes, se da cuenta de que su caballo sí lo escucha y «desahoga su corazón contándoselo todo». Puede que "escuchar" no sea del todo “comprender”, pero las penas son misteriosas y a menudo incomprensibles: no hay una ciencia pura de las penas. Cuando uno intuye este secreto le importa un comino si le escucha un licenciado, un perro o un caballo. 

Además, siempre hay algo más allá del licenciado, del perro, del caballo y hasta de Dios: nuestra abominable necesidad de un consuelo. 


Se adivinaba, bajo aquella máscara de cariño, una perfidia jesuítica. 

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