Santos, ladrones y usureros: los secretos del ecosistema periodístico

En ‘El Testigo’, diario balsámico y optimista donde los haya, chapoteamos en veneno como si fueran aguas termales. A través de los espesos marjales, de las negras ciénagas y de los pestilentes sumideros, el periodista indaga libre, taciturno e insensato, furtivo pero atolondrado, en busca de no sabemos qué fruto milagroso, sediento de misterios, adictos a su misticismo, tan lúcido en la tormenta abrasadora que los cielos despliegan que casi parece un ángel desvencijado o quizá un asaltante del camino: un buen periodista debe ser mitad lobo y mitad cordero, siempre atento al pastor que lo espanta como la bestia maligna que debería ser o lo apacenta como el ganado sumiso que le convendría ser. Un buen periodista es un santo trascendido en escalera. Agredir a las alturas es la más noble misión del periodista, dirija quien dirija el cotarro allí arriba…

La analogía no es baladí ni caprichosa: entre el santo y el buen periodista sólo existen semejanzas. Los santos son peligrosos, como los buenos periodistas, un santo devenido en terrorista puede acabar siendo un tirano, igual que un buen periodista devenido en infección (en mal periodista) puede acabar siendo consultor político. Los santos, al igual que los buenos periodistas (y los verdugos) no tienen más nombre que sus obras ni dejan más huella que sus víctimas: un mal periodista, sin embargo, sólo corta una cabeza para poner otra en su lugar. Fiarse de la benevolencia de un santo, por ejemplo, es fiarle la biblia a un pirómano: sabes que la utilizará para incendiar algo hermoso con ella, ya sea su alma o un bosquecillo. Del mismo modo, fiarse de la honestidad de un periodista es fiarle tus ahorros a un ladrón. A un ladrón sólo puedes fiarle otro ladrón, porque entre ladrón y ladrón se entienden y confabulan: dos ladrones juntos suman un periódico.

Lo importante, creemos en  'El Testigo', no es la honestidad de un periodista, contrariamente a lo que el sentido común dictamina, sino su libertad y con ésta su independencia, con cuidado de que no sea esta independencia del todo insobornable, dado que entonces estaríamos hablando no de un periodista o de un santo, sino de un fanático, un dogmático o de un obtuso. Sólo los fanáticos, los dogmáticos y los obtusos son insobornables. El resto de las criaturas que habitan desdichadas este mundo, incluidos los santos y los buenos periodistas, son hombres tentados constantemente por el soborno, ya que también la verdad, la justicia y la belleza nos sobornan...

Lo que precisamente sobran son los periodistas honestos, honestos únicamente en su ignorancia y transparentes en su interés, como avecillas enjauladas para las cuales los barrotes forman parte del paisaje o del mismo horizonte, en lugar de ser la clave de su encierro: un buen esclavo es ontológicamente solidario con sus carceleros. Un periodista honesto es un periodista pacífico, demasiado pacífico, en paz con sus carceleros pero en guerra con todo lo demás; un periodista libre es un periodista belicoso, en paz con el mundo entero pero, como diría Machado, en guerra con sus entrañas, lo que equivale a decir que su hostilidad es total y absoluta porque para eso ha nacido, como un perro que nace rabioso... En qué otra cosa, sin embargo, podría consistir la libertad... ¡Encrucijadas sacrílegas, retóricas laberínticas, mercadeo de abismos y suvenires mortíferos! ¡Alabado sea el Alabado! Este aforismo no es un chiste sino una tragedia: o estamos solos o no hay libertad, pero para estar solos los demás tienen que saber que estamos solos...
 
No se quiere decir con todo esto que el periodista o es libre o es un malvado, ya que no existen periodistas buenos sino buenos periodistas, que no envenenan por beneficio o rentabilidad sino por principios y sobre todo por instinto: hay dicotomías exactas y dicotomías inexactas y ésta es una de las primeras. Malvados son, en cambio, la gran mayoría de los lectores y de los espectadores, casi todos los directores de periódicos, los productores de televisión, algunos pocos presentadores (los que no son simplemente torpes) y, absolutamente, todos los usureros y las financieras a quienes los anteriores, incluidos los malos periodistas, sirven contentos, orgullosos y convencidos. En beneficio del ecosistema informativo, los malos periodistas proliferan y los buenos periodistas se extinguen adictos a sus sueños, con sus pasiones intactas pero con los músculos rendidos a las neuralgias, el esqueleto confiado a la osteoporosis y la mente neurótica y neurasténica.  Después de todo, gracias a una enorme multitud de enfermedades (desde la malaria a la ideología) la explosión demográfica global no es todavía insostenible. Claro que las enfermedades no se regodean por sus méritos ni nos narran maravillosos cuentos de un mundo mejor, es decir, de un mundo donde las enfermedades tienen el poder y todos los demás obedecemos.

Ahora la pregunta es: ¿qué enfermedad dirige el cotarro allí arriba?


El periodista más grande se come al periodista más pequeño


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