Matices y matanzas

¿Puede un periodista moderno sufrir por el mismo suceso que le da de comer? ¿Acaso él tiene la culpa de que las matanzas sean informativas? Porque si realmente se aflige, al encontrar desmoralizante que subsistir sea cooperar con el horror, entonces deja de ser un periodista para convertirse en un alma sensible y difícilmente apta para desempeñar su trabajo. El periodista modélico, por el contrario, es aquel al que las matanzas le dan de comer con tanta naturalidad como lo hace la llegada de las altas temperaturas en verano. El periodista modélico graba cómo ruedan las cabezas sin pestañear, y esto es posible gracias a la suposición de que hay algo de nobleza o necesidad en su tarea de transmisión impertérrita de lo espantoso. La exposición pública de las matanzas debe tener algo bueno. Hay que concienciar a la gente. Hagamos un museo de matanzas. Hay que servir a los propósitos informativos: la pura transmisión de hechos: la neutralidad galopante (aunque, pensándolo bien, en aquella entrevista de trabajo al periodista le ayudó bastante llevar una pulsera de España, una camiseta de Karl Marx o un lacito multicolor). En el fondo la línea editorial da lo mismo, al final todos los periodistas empujan en la misma dirección: si hubiera un sindicato periodístico debería tomar por lema “ por una mejor visión de la matanza”. O mejor: “por una matanza pública, gratuita y en HD”

En El Testigo, nuestro sueño es ver a los periodistas unidos y sacrificados por el progreso de la avalancha informativa: reporteros intrépidos, comprometidos, que se atrevan a correr el verdadero riesgo de su profesión, más allá de recibir un tiro extraviado o un botellazo por parte de un vagabundo borracho. Periodistas dispuestos a provocar la información en lugar de buscarla: dispuestos a ocasionar una nueva matanza paralela a la matanza original, una matanza entre los propios periodistas que, cansados de esperar la llegada de la información y de la sangre, se adelantan al desastre identificándose con él. Una trifulca de cámaras, micrófonos y papeles en que los propios periodistas se convierten en noticia, luchando espantosamente por estar en primera fila: matando por poder grabar la muerte más de cerca, por transmitir una idea más vívida de lo ocurrido. Y los espectadores, mientras parten el chorizo en la cena o se manchan los dedos con nachos y guacamole, comprenden su labor y la agradecen entre eructos, eyaculaciones y bostezos.

Es probable que algunas noticias no tengan que ver directamente con la matanza, como esta misma, pero en todas ellas permanece el mismo horror sistémico del que hablamos siempre en nuestro periódico: si una de cada tres noticias no alude a la matanza, eso simplemente la convierte en periferia de la matanza. Quizás la única forma de transformar la frivolidad en reflexión es pasar del periodismo informativo al periodismo especulativo, tal y como hacemos en El Testigo: hacer que el simple asentimiento sea imposible, enfrentar a los consumidores con alguna complejidad cualquiera, aunque sea burlona o inventada. Pero, claro está, la complejidad no vende (salvo para los fans de Jaime Altozano, un gran sofisticador de lo mundano y de quien esperamos que pronto nos deleite con un análisis de los chirridos que hacen las grúas durante la construcción del rascacielos por cuyas ventanas se arrojarán los oficinistas que trabajan para Rosalía). De todos modos, es cierto que todo esto es un poco desproporcionado, porque la noticia que sigue no trata de la matanza siquiera, sino de estética, así que en este punto tenemos que pedir disculpas por la divagación moral. Pasamos por fin a los hechos.

Durante la tarde del pasado día Miércoles 20 de Agosto de de 2022, uno de nuestros periodistas, sentado en su puesto y jugando a tirar pelotas de papel a la basura, llegó a la conclusión de que absolutamente todos los seres humanos sobre la faz de la tierra son unos oportunistas, mequetrefes y absurdos autómatas que tan sólo buscan optimizar la satisfacción de sus necesidades básicas y omitir la recurrencia de sus traumas. Aunque por algún motivo es difícil encontrar quién señale un hecho tan palpable, actual y candente, ocurre que el hecho mismo está creciendo, de forma que cada vez se hace más difícil no señalarlo. Si uno se tapa los ojos y apunta con el dedo a algún lugar aleatorio de su alrededor, es muy probable que, al abrirlos, se encuentre señalando a nuestra noticia. Nietzsche decía que “el desierto crece”, pero lo que sucede ahora es más bien que los hechos se dilatan. Los hechos crecen, tanto más cuando todo el mundo se distrae con sus versiones. Ante una noticia de tal calibre, el mismo Dios, director de El Testigo, quiso intentar que su empleado se tranquilizara y viese las cosas con perspectiva, aunque poco pudo hacer al no encontrarse más que improperios y balbuceos incoherentes (y eso que su empleado estaba en aquel momento recitando párrafos de la Crítica de la Razón Pura, pero sucede que la mirada divina lo atraviesa todo hacia lo prístino, penetrando los constructos y encontrando únicamente el fondo: Dios no se detiene en nuestras carencias sino que las sustenta). En el fondo hasta Dios sabe que es cierta la mediocridad de su obra. Y además, esta mediocridad, esta ruina, este letargo intrínseco a nuestros hábitos y nuestros deseos se hace notar de forma especial últimamente: todo cuanto hacemos, pensamos o sentimos está completamente anegado por la estética.

Homo boquiabiertus, eso somos. Un vacío estético, un vacío que gira alrededor de la carne y la vanidad. La inteligencia es carne presumida, la sensualidad es carne apresurada, no hay exploración más allá de las convulsiones típicas ni hallazgos más allá de las típicas acechanzas: nada más que la estética y sus eternos emisarios dando vueltas, babeando y arrastrándose en busca de trozos de carne simétrica con la que saciar lo que queda de la suya, inteligencia revoltosa con la que saciar lo que queda de la suya: entes suplicando la síntesis de la inteligencia y de la carne a través de algún éxtasis artístico, religioso o humorístico de doce segundos de duración, anhelando ser parte de la servidumbre sensorial, cayendo de rodillas en la catedral de los instintos: la catedral burbujeante cuyas vidrieras son ombligos gigantes que se retuercen, y cuyas paredes son entes alejándose de su propio fin, haciendo de su vida una sucesión de abandonos y matices, matices y repeticiones, repeticiones y fuego: los matices son la unidad de medida del infierno, y el camino ascendente, si es que existe (el camino que separa las llamas que devoran el alma de las llamas que la acarician) es una distancia exactamente igual a la ausencia de matices.

La sangre de la matanza buscando matices en su espectador.

 

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