Corral de ángeles: ¿podemos fiarnos de un tecnócrata?

La ciencia de las cosas exteriores no me consolará de la ignorancia de la moral en los momentos de aflicción; pero la ciencia de las costumbres me consolará siempre de la ignorancia de las ciencias exteriores.

BLAISE PASCAL


A causa de la imposibilidad de soñar, y de soñar con espíritus más críticos, éticos y audaces –una especie de santificación violenta y una purificación amarga–, soñamos con un gobierno tecnocrático: fantaseamos y deliramos con que nos gobierne un tecnócrata, alguien que parezca saber lo que hace, un hombre de profundos y veraces conocimientos, un experto, un especialista: alguien que en lugar de despacho tenga un laboratorio, que en lugar de alma tenga una libreta de cuentas y que en lugar de jurar sobre la biblia jure sobre un paper científico con el modelo económico que le impondrá al país durante lo que dure su reinado. Pero, ¿acaso podemos fiarnos de un tecnócrata? Para poder fiarnos de un tecnócrata habríamos de exigirnos, primero y como sociedad, en fin, como pueblo, el ser un pueblo limpio; sin un pueblo libre, ético y bello, es decir, sin un pueblo sabio, ¿de qué sirve un tecnócrata?, ¿de qué sirve hacer un corral para los ángeles cuando, si lo contemplas más detenidamente, resulta que sólo puedes llenarlo con lobos?

Mientras el mundo sea un lugar enfermo, el mejor de sus frutos seguirá siendo un fruto enfermo; mientras el corazón de los hombres sea oscuro, será oscuro cualquier mundo ideado por el mejor de entre ellos, y no necesariamente mejor mundo, sino mejor mundo para sí mismo y sus intereses. Un mundo injusto no deja de serlo al coronar a un hombre justo, o más literalmente, a un fanático de la eficiencia; ni deja de ser injusto el mundo por repartir ministerios entre hombres justos, es decir, entre fetichistas del rigor y del detalle. ¿Qué es un tecnócrata, sino a lo sumo un privilegiado en cuanto a la diligencia con que dispone de sus prejuicios y nos oculta las deficiencias de sus éxitos? No hay conocimiento políticamente especializado en el mundo que impida a los hombres sucumbir bajo la servidumbre de los placeres mundanos, a la voluntad de poder, a la satisfacción del ego o a la seducción por las personalidades más carismáticas: entre un sabio y otro sabio obedecemos al más simpático. Y rara vez una especialización específica logra que tomemos mejores decisiones para un fin abstracto. Primero, porque una mínima dosis de ignorancia es necesaria para tomar buenas decisiones: toda especialización excesiva hipertrofia y degenera en indecisiones, titubeos, demoras fastidiosas: son demasiadas las razones, tanto a favor como en contra, por las que tomar una resolución o la contraria. Segundo, y en deuda con lo anterior, porque en política es difícil encontrar buenas razones –y no digamos ya razones buenas– o siquiera una única razón que explique, legitime y hasta disculpe nuestras resoluciones: en toda resolución política hay damnificados, en cada coma del BOE hay un inocente clamando venganza. El equilibrio tal vez consista en definir los límites del daño, como una ética del punto medio, a través del cual sea posible discernir a quién es más justo perjudicar. Y si hablamos, no ya de no perjudicar o de no estorbar los diferentes intereses grupusculares, sino de no ofender sus sensibilidades… Además, si es posible definir la burocracia socialdemócrata como el reino de la traba, ¿acaso no hay trabas perfectamente necesarias, consecuencia únicamente de la densidad demográfica y, por lo tanto, de la variopinta y penosa lucha por la supervivencia entre los seres vivos? Legislar es poner trabas: la existencia de una sociedad sin trabas es impensable. Para un conductor suicida la existencia de las normas de tráfico son una traba, y cada paso de peatones, o un fastidio personal o un coto público de caza.

En política, únicamente las ideologías explican las decisiones, es decir, los prejuicios y no el conocimiento: siempre hay una ideología –o un prejuicio– detrás de nuestras decisiones. Creer que un ser humano tomará buenas decisiones –por segunda vez, no digamos ya decisiones buenas– por el hecho de su especialización implica un salto de fe: implica creer que ese ser humano no será interesado, egoísta, mezquino o un burdo obtuso; exactamente lo que suelen ser los seres humanos, mediados por innumerables y nefandas pasiones, por sesgos que los limitan y construyen, por aspiraciones enajenadas y profundísimos desconocimientos de sus más hondos deseos, desconocimientos que los desconciertan, perturban y guían al desastre. Al político promedio, ejemplar compendio de inmoralidades y estulticias, lo disculpamos porque  es un ignorante y porque así no tenemos que volcar la rabia contra nosotros mismos. La primera condición para aceptar al tecnócrata sería que dicho gobernante no tuviera siquiera la tentación de arrogarse privilegios y hacerle favorcillos a su bolsillo o a su entrepierna. ¿Cómo nos defenderíamos de nosotros mismos, de nuestro desencanto, sin el consuelo de la ignorancia, sin el chivo expiatorio que es, en el fondo, cualquier político, cualquier ideología enemiga –toda ideología es ideología enemiga porque nuestra ideología es simplemente una verdad que no hace falta formular– y hasta cualquier mala noticia, cualquier fracaso personal, cualquier suceso que podamos interpretar como un suceso negativo, contrario a nuestros intereses? No son los conocimientos particulares, sino las diferentes estructuras políticas, sociales y culturales las que permiten, a falta de un pueblo limpio, tomar buenas decisiones. Sin un control democrático específico un especialista es indistinguible de un tirano, de un tirano que cree tener razón, sólo porque cree saber más lo que le conviene al pueblo que el pueblo mismo: pero él mismo no es un agente externo al pueblo, sino una de las más deformes de sus ideaciones. Las peores tiranías son racionales: nos vencen convenciéndonos: nos seducen.

Pero es imposible saber de todo. No basta con un especialista. Necesitamos a un especialista en todo: un dios encarnado. Sin esa especialización absoluta, sin ese dios capaz de leer en el tejido causal del universo y predecir cada pormenor, no hay ni tecnócrata ni tecnocracia, sino una retahíla abominable de asesores políticos: un penoso despilfarro de salarios públicos que podríamos ahorrarnos quedándonos como estamos: un reparto igualitario del mal no supone el fin del mal: al dilatar el mal hasta el infinito, lo eternizamos. ¿No es delegar en un experto el colmo de la pereza, de la irresponsabilidad civil, peor aún que delegar en esos supuestos “representantes” legítimos del pueblo llano a través del voto como rito y como sacrificio? ¿No es vivir en armonía, esto es, aprender a hacerse cargo de uno mismo, lo contrario de esta delegación, obra y milagro de la fe, hipócrita abnegación? El hombre es tan inútil para gobernarse a sí mismo como el mundo se lo haga creer.

También la ética es una forma de especialización: hay personas especializadas en ser buenas personas. Esta bondad no le pertenece genuinamente al individuo sino al conocimiento elevado que posee acerca de la naturaleza de las cosas. ¿Por qué priorizamos las virtudes económicas, productivistas y de eficiencia sobre las virtudes éticas, sobre las bondades y las elegancias individuales? De lo que se trataría, en todo caso, es de compartir vertebralmente todas las especializaciones posibles, no ya individualmente, puesto que es imposible, por mucho que se perfeccione el hombre, sino a través de las diferentes formas y estructuras políticas –cuando no directamente de la religión o de un transhumanismo minimalista que le ordene a nuestros átomos estarse quietos y no hacerle daño al átomo de al lado. ¿Acaso podría vivirse en una sociedad cuya única ley sea el quinto mandamiento, “No matarás” y a partir de ahí que cada hombre en particular deduzca todo lo demás? 

No hay solución sencilla. ¿Qué es lo bueno para el pueblo? ¿Lo sabe el pueblo o lo saben los sabios? ¿No son precisamente “pueblo” los sabios, más pueblo si cabe que el populacho, ajeno por lo común al refinamiento de los vicios que permite a los hombres medrar y acomodarse en la cima? ¿Está mejor preparado un experto en economía que un teólogo para definir y responder a esta pregunta? El problema tal vez sea que lo que conviene, en el fondo, a toda sociedad civil no es descifrable en términos de un único fin objetivamente delimitado, salvo que ese fin objetivo sea el de desaparecer y rezar para que el tiempo borre todo rastro.


Sin la ayuda de un tecnócrata, el descubrimiento de la rueda amputadora de miembros (o, como a 'Ellos' les gusta llamarla, la rueda transdimensionalizadora) hubiera resultado imposible.








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