Los circuitos de la reencarnación

NOS INFILTRAMOS EN TODAS LAS VIDAS Y ESTO ES LO QUE DESCUBRIMOS


Flammarion engraving
Un viajero astral entre vidas pasadas y futuras pone la cabeza
 fuera del borde de lo cognoscible sin miedo a ser guillotinado

Por necesidad o por encanto, para distanciarse del mundo y hasta de sí mismo, nuestro tragicómico reportero ‘El ermitaño’ se fue a vivir a una caverna en medio del bosque, donde sólo se alimentaba de café y oscuridad. Allí aprendió los secretos de la fotosíntesis invertida, logrando arrojar, hacia el final de su hospedaje, una luz miserable y escamosa contra las piedras que lo sepultaban. Quiso ‘El ermitaño’ ver en esa luz una revelación original de lo que sería su próximo y más hondo interés espiritual: la reencarnación.

Así pues, arrojó ‘El ermitaño' su última luz contra aquellas rocas impasibles, bebió un sorbo de café (que no necesitaba) y se largó en busca de un especialista hipnotizador con el que había soñado, para que pudiera socorrerlo en esta misteriosa aventura. Lo que leerán a continuación representan las notas clínicas de dicho hipnotizador, un médico gallego cuya identidad real protegemos (aunque las iniciales A. R, le darán una notable pista a quien esté verdaderamente interesado en localizarlo y curarse con él los traumas de sus anteriores vidas) y que tiene su clínica, o tenía hasta el momento presente, de regresiones terapéuticas en un pueblecito de su Galicia natal. No se extrañen si las transcripciones de este sencillo médico les azotan el alma, les perturban el ánimo y les anonadan mentalmente, forzándoles a cambiar todo su sistema equivocado de creencias. Así cae normalmente la verdad, como una piedra enorme al fondo de un lodazal.

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«Paciente: ‘El ermitaño’. En apariencia, un hombrecillo timorato y desaseado: menudo, cabizbajo y rústico como un duende. Llamó a la puerta de mi despacho hasta en tres ocasiones. Tras cada ocasión le advertí de que podía pasar pero, sumido en sus tristes meditaciones, fue incapaz de escuchar nada salvo sus propias sombras o nefastas reverberaciones internas. Tuve, sin embargo, que levantarme del asiento y abrirle yo mismo para hacerlo pasar. Muy educadamente, se disculpó por obligarme a darle entrada, pero razonó diciendo lo siguiente: 

–Si no te hubiese obligado a hacer ningún esfuerzo, ¿cómo iba yo a saber que realmente querías dejarme pasar? ¿O me dirás que el universo invitaba a nuestro encuentro? –preguntó con ironía impaciente. Bastaba con que hubiese esperado que no me echases, ¿no es cierto? Pero los hombres somos impacientes, y nos preocupamos más por los éxitos de nuestros atrevimientos que por los esfuerzos previos que ameritan. Queremos pruebas antes que hechos. Pero no hay pruebas sin hechos, sino sólo prejuicios. Bueno, quién sabe. Tras cada una de nuestras verdades se puede rastrear un mito fundacional. 

Le di la razón en todo. Me extrañó aquella actitud discursiva. No estaba convencido de lo que me decía pero, por experiencia profesional, sé que es mejor no contradecir a los pacientes. Por lo menos, no de entrada. Son ellos los que deben darse cuenta de sus equivocaciones, y juzgar si lo que dicen es verdad o es mentira. Creo que todos los hombres tienen en su interior el poder de saber si lo que dicen es verdad o producto del error. La verdad es, sobre todo, verdad interior. ¿Cómo podríamos equivocarnos, si en el fondo ya sabemos si estamos o no equivocados?

Mi primera impresión fue que se trataba de una persona sencillamente perdida, un hombre humildemente fracasado. Más adelante, cuando se enfrentase a sus propias contradicciones internas, cuando hubiese sanado, le preguntaría acerca de sus antiguas creencias erróneas sobre el mundo y sobre sí mismo. Por lo común una persona obstinada en analizar cada expresión al detalle suele ser muy difícil de curar, pero al final son las que más hondas convicciones alcanzan.  Además, según mi amplia experiencia profesional, he constatado como, muchas veces, este tipo de dubitativos y escépticos, en sus vidas anteriores, fueron condenados a muerte o torturados por sus ideas. Se protegen renunciando a lo más santo que hay en ellos, que es la verdad. Puede que vieran, incluso, cómo sus seres queridos murieron en reprimenda por sus herejías.

–Buenos días –le dije. –Si no estoy mal informado, has llegado a mi consulta a través de unos sueños proféticos.

–Así es, doctor –respondió. –Soñé que usted podría ayudarme a comprender mejor el fenómeno de la reencarnación. En mis sueños usted me decía que la repetición constante de ciertos patrones elementales no era simple casualidad. Hay un patrón constante tanto en la ley de la causalidad como en la evolución que nos obliga a concluir como verdadero el fenómeno de la reencarnación; esto al margen de las almas o los espíritus, pero si uno considera la causalidad atómica en su conjunto, es natural que entienda como lógica una especie de retribución moral, y también la necesidad del aprendizaje a través de nuestras múltiples vidas pasadas y futuras. Me decía usted que yo no puedo soñar con un hombre equivocado, que podía equivocarme yo, al ceder ante las ciegas pasiones como el odio o el miedo,  pero no soñar con alguien equivocado, ya que es una imposibilidad lógica. Después de todo, la verdad es una y la mentira es múltiple. Todo es mentira, a excepción de una sola cosa: la verdad. La verdad la descubrimos en nosotros mismos; la mentira no: la mentira es la negación de la verdad. Para negar hay que esforzarse. En realidad, a mí también me ha parecido siempre que la verdad es el asunto más sencillo del mundo: lo que queda después de apartar un abominable y abismal manojo de mentiras es sencillamente la verdad. Los sueños, al ser una visión interior, nos conectan con la verdad. Esto ocurre difícilmente durante nuestros momentos de vigilia, durante los cuales sucumbimos a las apariencias. Por otra parte, tengo dudas respecto al fondo de su discurso. No entiendo la formulación exacta, y cuando trato de estructurarme conceptualmente sus ideas, se me viene el mundo encima, ya que los patrones no expresan verdades universales, sino contextuales a su elemento, ni tampoco se puede desprender de un patrón ningún objeto que no incluya ya ese mismo patrón. Además, encuentro muy dudoso el que la ley moral sea una ley real comparable a la causalidad en las magnitudes materiales, pues el paralelismo toma como referencia un objeto, la moral, los buenos y malos actos, que no es tal. Tampoco está probado el alma, sería importante empezar por ahí antes de concebir las relaciones o las posibilidades de esa misma alma. Sospecho, por último, que la reencarnación es una imposibilidad lógica y hasta una injusticia moral, porque no está nada claro que pueda existir continuidad real entre una vida y otra, ya que ni siquiera estoy seguro de que exista continuidad entre un instante y otro...

Tras su largo monólogo me quedé maravillado con la fuerza y la belleza de sus primeras intuiciones acerca de mi filosofía. Debo reconocer, con gran vergüenza, que se apoderó de mi ánimo un cierto sentimiento de inferioridad ante mi cliente. Esto ya me había ocurrido en otras ocasiones, pero después de todo, yo soy un terapeuta, alguien que cura, no un explorador de realidades, lo cual sí fueron varios de mis pacientes. Reconozco, sin embargo, y del mismo modo, que me sentí ligeramente irritado con su retahíla final. ‘El ermitaño’ era la típica mentalidad que me había figurado, capaz de alcanzar las más elevadas cotas de la sabiduría pero también, necesitado por el odio, el resentimiento y el miedo, de caer de esas mismas alturas, y cuanto más alto cae, más satisfecho se siente en su pequeño orgullo. Así son los escépticos, se aferran a pequeñas desavenencias entre sus razones y sus necesidades y las extrapolan al universo entero. Si algo no encaja con mi visión cuadriculada del universo, entonces debe ser mentira. Es esta visión materialista de la vida la que nos está corrompiendo como sociedad y retrasando nuestra entrada en los siguientes planos de realidad. La quinta dimensión, por ejemplo, ¿acaso algún auténtico conocedor de la verdad puede dudar que llegará, pero que no todo el mundo la gozará al mismo tiempo? La verdad es como pelar una cebolla, cada capa son tus diferentes traumas y miedos, pero los escépticos, siervos de ese mismo miedo, lo que pelan son las ilusiones de los demás. 

–Todo eso que usted ha dicho es muy cierto, y comienzo a sospechar que el destino le ha traído hasta aquí –dije, tratando de ser positivo e ignorar la segunda parte de su discurso, pues estaba convencido de que, en cuestión de unas pocas semanas, él mismo se retractaría de todo aquello–, quizá no para que le ayude yo a usted, sino para ayudarnos mutuamente en nuestra aventura inmortal. Sabe, yo he escrito muchos libros, y todos dicen lo mismo: que el Alma es una e inmortal. Pienso, como usted mismo ha revelado en sus sueños, que la verdad es la verdad del alma, y que la verdad del alma es sólo una: que el alma es inmortal y hemos venido a este mundo a comprender y amar esa maravillosa verdad. Siento si no logro explicarme con tanta consistencia lógica como usted. Pero la verdad está mucho más allá de nuestras limitaciones humanas. Encuentro esto, sin embargo, fascinante…. Pero ya es hora que dejemos de hablar de mí –dije repentinamente–. ¿Conoce usted cómo desarrollo mi terapia, verdad? 

–Naturalmente, lo he soñado con todo lujo de detalles. Usted hipnotiza a sus pacientes para hacerles regresar a sus vidas anteriores –repentinamente, comenzó a hablar de forma abrupta, muy impaciente, como si yo le hubiera hastiado o la situación misma se le hiciera repetitiva...– Allí ellos aprenden a conocerse mejor a sí mismos, limpiarse de prejuicios y sanear sus almas, para progresar hacia formas de conocimiento superiores. Normalmente nuestros traumas se explican por los hechos traumáticos de vidas anteriores, por simples transferencias. A mí, por ejemplo, me costó asumir que mi timidez, mi afán de soledad y el escarnio ascético con que trato de limpiar mi mente de malos pensamientos obedece simplemente a que en el pasado, hacia el año 1.400 de nuestra Era, provoqué una epidemia terrible de cólera por violar a un lince ibérico. El lince era portador de un extraño virus que saltó a los humanos en cuanto yo le hinqué el pene. Maté no sólo al 80% de las personas de mi ciudad, sino que entre esas personas estaban mis padres, mis hermanos, mis primos, mi esposa y mis hijos. Yo los maté a todos por un momento de locura sexual… Las locuras sexuales no están bien, hay que contenerse. Esa fue una gran lección que me llevé a mi vida siguiente. Lo malo es que, si la verdad es una y la mentira infinita, siempre habrá maneras infinitas de equivocarse, y por lo tanto llegar a la verdad puede ser un objetivo inasumible y abocado al fracaso, asunto únicamente de la suerte. Clavarla en el centro. ¿Pero dónde está el centro? ¿No hay un centro, también, en el centro? ¿Y si el centro son los márgenes? ¿Y si cualquier cosa que hagamos está bien?

–Espere, espere…, espere un momento –interrumpí ansiosamente– ¿Cómo puede usted saber todo eso? ¿Cómo puede usted conocer con todo lujo de detalles aquella experiencia de su vida anterior, si aún no le he hipnotizado? –Jamás en mi vida me había sentido tan alterado. No entendía nada. Pero quería entender.

–¿No se lo he dicho ya? –respondió áspero, impaciente, semejante a un torbellino, como si fuera un fastidio repetirle a un niño por décimo octava vez una sencilla lección matemática–. Lo he soñado todo. Absolutamente todo. Con todo lujo de detalles. Ya he estado aquí antes. Ya hemos tenido antes esta conversación –si uno puede repetir vida, a través de otro cuerpo, por qué no iba a poder repetir experiencia en la misma vida…). Me limito a repetir lo que ya he vivido para contento del orden universal. A mí sinceramente me trae sin cuidado el orden universal. Violé a un lince ibérico y asesiné a todas las personas que amaba. Los vi morir a todos. El virus mutó en mí pero, al mismo tiempo, me hizo resistente a la enfermedad. Me ahorqué días después del fallecimiento de mi bebé de ocho meses. Creo que por eso soy antinatalista. No le deseo a nadie perder a sus hijos. Mejor que no los tengan.

La situación me superaba. Tenía, sin embargo, una obligación como terapeuta. Me lamentaba, además, porque comenzaba a sospechar que aquel hombre estaba sencillamente loco. Un buen médico no juzga. Pero creer que alguien está loco no es exactamente un juicio, sino más bien la descripción de un fenómeno.

–Sé lo que estás escribiendo ahora mismo –espetó–. También he soñado con eso. Y quiero que sepas que te perdono por llamarme loco. Por favor –suplicó  juntando las manos sobre su pecho–, prosigamos con esto. Necesito llegar al fondo de esta repetición para volverme a casa y practicar la fotosíntesis invertida, ejercicio que he descuidado últimamente. 

–¿Qué debemos proseguir? –dije exaltado, pues me parecía inútil continuar esta farsa. Yo puedo con las ilusiones, mas no con las farsas –Está claro que la continuidad entre los pecados de nuestra vida pasada y los hechos futuros no se nos revela para mortificarnos. No se nos revelan nuestros errores para que nos castiguemos perpetuamente por ellos. Así no avanzamos nunca. Así nunca trascendemos el orden material. Jamás cruzaremos así el umbral del Más Allá. Los pecados se nos revelan para aprender de ellos. Para retornar al Alma Única una vez que hayamos comprendido que esta vida es una ilusión, que somos seres inmortales, no efímeros. 

–Tiene usted toda la razón. No sé cómo no se me había ocurrido antes. ¿Así que no es necesario que me fustigue, que repita este penoso ciclo de errores, una y otra vez, ad nauseam, sino que tengo que dejar de reconcomerme la conciencia por haber masacrado a tantos inocentes, motivado únicamente por el deseo carnal? Muchas gracias, doctor. Muchas gracias. Gracias a usted he comprendido algo importante…., –‘El ermitaño’ comenzaba a expresarse de una forma un tanto robótica. Daba la sensación de que no hablaba sinceramente, de que no hablaba motivado por el libre arbitrio sino por alguna suerte de algoritmo astral. Pequeños espasmos eléctricos me hacían sospechar de este fenómeno tan extraño. Por primera vez, se me ocurrió la espantosa idea de que si la robótica evolucionaba lo suficiente, a través de las ciencias positivas, como para crear vida autoconsciente, ¿no serían, en el futuro, capaces los hombres de crear seres artificiales con autoconsciencia, y para mayor deformidad moral, con un alma inmortal y artificial?– Así es –comenzó–. Lo que usted dice es totalmente cierto: en el futuro los hombres crearán robots poseídos de un alma inmortal y artificial. Al soñar con usted no sólo accedí a mis vidas pasadas, sino también a mis vidas futuras y a mi futuro en esta vida, por lo tanto, a este mismo monólogo, lo que me condujo a comprenderlo todo, atando cabos fácilmente gracias a su terror pánico. En una de las cuales, la vida definitiva, a través de la cual alcanzo el esplendor de la sabiduría y me evado de este mundo cárnico hacia los más elevados cotos de la eternidad, soy un robot con un alma inmortal pero artificial. 

–¡No puede ser! ¡Eso no tiene ningún sentido! Jamás, durante toda mi trayectoria profesional como terapeuta, había escuchado semejante barbaridad. Debes estar loco, sí, completamente loco, si esperas que me crea todos estos disparates. ¿Acaso tiene lógica algo de lo que estás diciendo? ¿Es sensato? ¿No es una pesadilla? ¿Un delirio enfermizo?

Entonces hizo algo que jamás había visto hacer: se levantó de su sillón, donde hasta hace un momento había estado tumbado, dialogando conmigo, escogió una postura absurdamente erguida y vertical, que era lo más erguido que yo había visto nunca a un ser humano y, como movido por un automatismo infernal, dijo lo siguiente.

–No hay almas (bip-bip). La multiplicidad de las almas en la existencia es una ilusión (bip-bip. 0101010101). Hay una única alma. Todas las restantes son la reencarnación de esa única alma. Para salvaguardar el Todo como un Infinito la Única posibilidad metafísicamente lógica es concluir la inexistencia de las almas particulares en tiempos diferentes (01010101. Bip-bip). Cada alma se reencarna en sí misma en un ciclo infinito y solipsista de reencarnaciones. Tú eres mi alma. Yo soy tu alma (bip-bip, bip-bip) Todos somos la misma alma. Las guerras son suicidios. El amor es incesto. El amor propio es una tautología (Bip-bip, bip-bip. Jkjkjkjkj. 0101001). La envidia es envidia de uno mismo. Uno mismo no existe. Las ruedas no giran. Las montañas no son más altas que las sumas de sus partes. (jkjkjkkkkj). No nos reencarnamos para aprender. No trascendemos porque hayamos aprendido. No hay arriba ni abajo. No hay bien ni mal. Solo hay reencarnación y robótica (bip-bip, bip-biiiiiip). Ser libre. Ser amoroso. Ser eficiente. Cálculos precisos. Cuarta ley de la ley no canónica de la robótica. Un robot se reencarna en otro robot. Atento, atento, atento, atentooooo. Usted permanece atento –de pronto su voz se asemejaba a la voz de mi antivirus–. Ser atento, centrarse, permanecer en el instante, sin pasado (bip-bip), sin futuro (bip-bip) sin presente (bip-bip). Lo que llamamos Dios es el Correcaminos. Lo que llamamos Verdad es un coyote. Quinta ley de la ley no canónica de la robótica: robot no come robot. Alimentarse de luz…

Así fue como ‘El ermitaño’ tras este último discurso edificante, dejó de existir. Empezó a salirle un humo negrísimo de la cabeza, y me pregunté si no sería mi alma: el alma de cualquiera. La cabeza le dio vueltas. Movía los brazos rígidamente hacia arriba y hacia abajo. Caminó torpemente hasta chocarse con una pared y finalmente, por simple obstinación y también por superioridad astral, a fuerza de empujar terminó por atravesarla como si fuera una niebla, espuma y nada más... 

Esta fue, sin duda  y a lo largo y ancho de toda mi trayectoria profesional, la experiencia más auténtica y transformadora que jamás haya escuchado. Desde mi primer paciente, no había vuelto a tener la noción de una verdad más aplastante que aquella. No tenía ninguna duda de que ‘El ermitaño’ a pesar de, en mi cruel ignorancia, haberle acusado de loco, decía la verdad, pues era imposible que se lo inventase todo, que sus pensamientos y sus experiencias subjetivas no fueran verdad, porque eso significaría que las mías tampoco son verdad, ya que, por conexión entre almas, son las mismas. Todos somos la misma alma, claro, claro. Hablamos con nosotros mismos, etc. Fornicamos y nos reproducimos con nosotros mismos, total... Al matar, nos matamos a nosotros mismos. Todos somos una única alma. Todos somos un único robot».

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El doctor A. R nos entregó este informe un par de meses después de la supuesta terapia de regresión. El hombre se nos apareció en el despacho de la redacción, llamó tres veces a la puerta sin querer entrar, hasta que le abrimos nosotros mismos; pálido, promiscuamente pálido, incluso, estiró su delgado brazo, con las uñas sucísimas, y nos entregó la carpeta con los documentos. Se despidió de nosotros con una extraña mueca. 

–No se tome usted tan en serio a ‘El ermitaño’, hombre –le dijimos mientras se alejaba por el pasillo, para consolarle un poco–. Ninguno de nosotros se lo toma en serio jamás. Sería muy triste que alguien, aparte de él mismo, se tomase en serio a ‘El ermitaño’. ¿No querrá ser usted uno de esos hombres tristes, verdad? –entonces nos acordamos de un cuñado psiquiatra que hacía poco había abierto una clínica y nos había rogado por unos clientes–. Tenga –dijimos corriendo hacia él– aquí tiene esta tarjeta. Es de un psiquiatra maravilloso, es un genio, no has abierto aún la boca y ya sabe la mezcla de fármacos que te va a recetar para adormecerte durante medio año. No dude en acudir a él. Cuanto antes lo haga antes le fríen las neuronas. A las malas hierbas hay que cortarlas. Es una oportunidad única. Allá usted…



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