El Templo

Cuando era estudiante de filosofía, de entre la vetusta y decrépita élite de profesores, sólo hubo uno de ellos que despertó en mí algo de interés. Él mismo se definía como un impostor, pues se trataba de un filósofo que en sus ratos libres se dedicaba a la poesía. El fruto pródigo de una metamorfosis antinatural.

No recuerdo en qué clase de agujero lúgubre y sucio de aquella tediosa ciudad me encontraba como para tener el privilegio de presenciar uno de sus recitales. Sus versos, sus composiciones poéticas, eran semejantes a los torpes movimientos de un escultor que ha perdido la cordura.

Además, siempre he pensado que un filósofo, como bien se encargó de demostrar Platón, debe mantenerse lo más alejado posible de cualquier pretensión poética. Por eso el mismo Platón quemó todos sus versos ante el beneplácito de Sócrates. Es algo así como cumplir con el siguiente precepto moral: cuanto más próximo sintamos en nuestra alma el impulso lírico que nos anima, en una relación inversamente proporcional, a mayor distancia mantendremos la actividad filosófica que nos reprime.

Sin embargo, la razón de ello, a mi juicio, no radica como afirma Platón en que la poesía desprestigie la verdad al imitar la banalidad de la materia, ni tampoco en el hecho de que la poesía sólo persiga, en el fondo, sublimar las facetas pusilánimes de la existencia, sino en que, en el filósofo, toda intención de hacer poseía se ve supeditada a una compleja elaboración conceptual, que no hará sino asfixiar al propio poema hasta arrancarle todo atisbo de color y vitalidad.

En resumen, la dificultad de que un filósofo se dedique a componer versos en sus ratos libres, aunque lo haga de forma clandestina y como si fuera un delincuente, reside en que no logrará traspasar jamás las fronteras del concepto, o lo que es aún peor, correrá el riesgo de convertirse en un poeta conceptual.

Con todo, el poeta filósofo, en una de sus líricas creaciones, aludió a una idea que, a pesar de no ser muy original, tuvo cierto impacto sobre mí, quizás porque yo mismo ya la hubiera considerado, porque igualmente, el profesor y yo tampoco éramos tan diferentes, los dos éramos prófugos de una sociedad cada vez más enferma y maldita y, si bien no llevábamos el mismo traje, ambos nos comportábamos como filósofos de día y como poetas de noche.

Un domingo por la mañana, el poeta nos cuenta que acompañó a su familia a uno de los templos de la ciudad. Se dejó convencer por su mujer de que se trataba de un plan como el de cualquier familia, un proyecto normal y corriente para un domingo en el contexto de una familia agnóstica y materialista. Tal como lo describía el poeta, contemplado desde lejos, era como una nave espacial, donde cientos de personas accedían a él como animales asustados embarcando en lo que también podría ser un arca de Noé distópico.

Una vez dentro, nos expone nuestro traumado testigo, es como penetrar en una Babilonia salvaje, donde las luces de neón trepan por las columnas hasta formar una pérgola radiactiva. En medio del recinto hay una voluminosa fuente, donde podrás arrojar las monedas que te sobran y pedir un deseo. En las cercanías, proliferando cuanto más te adentras, los puestos de golosinas, restaurantes de comida rápida, pizzerías, KFC, McDonald, auténticos puestos de kebab de cerdo, en definitiva, todo el engranaje de consumo espontáneo que nos ha legado el expansionismo norteamericano. Sus humeantes hornos atiborrados de adictivos te susurran desde el fondo de sus cocinas. Las mesas y los taburetes las ocupan yonquis tolerados por la sociedad, obesos mórbidos adictos al azúcar con el que impregnan hasta las mismas servilletas.

Al fondo del complejo se encuentran las escaleras mecánicas, en donde las familias tendrán el privilegio de ascender hasta las plantas superiores, hasta entonces existe todo un recorrido cargado de estímulos en los que fijar tu atención. Las salas de recreativos emiten sonidos mefistofélicos y lucecitas hipnóticas, para que tus hijos acudan rápidamente a darles de comer y no desconecten un solo día de la semana. Cada poca distancia se alza una hermosa palmera o cualquier otra clase de planta más o menos exótica, pues está demostrado que el consumidor se sentirá más acogido rodeado de algo que, como a los árboles, les hace crecer. Una música infernal bombardea cada rincón del establecimiento para anularte como persona. Los trabajadores, exhaustos, ya son inmunes al canto incesante que emana desde los altavoces. Paneles publicitarios se extienden de un lado a otro para que caigas en sus redes, sus mensajes son sugerentes, inyectados de veneno: tu miserable y aburrida vida podrá mejorar si compras tal o cual perfume.

Una vez ubicados en los estratos superiores del complejo, gracias a la inestimable ayuda de las escaleras mecánicas, nuestro poeta nos relata que es entonces cuando comienza la verdadera ceremonia. En las tiendas, diseñadas sin puerta, para que no perdamos el tiempo en abrir o cerrar, para que, en definitiva, podamos franquear su umbral sin malgastar energía, nos adentramos en un territorio magnético pero hostil al mismo tiempo. Existe entre las tiendas una especie de vibración inmanente que se filtra por cada poro de tu cerebro, y que parece murmurarte: “cómprame…”. La luz es lo suficientemente luminosa como para que no pierdas detalle del envolvente espectáculo que acontece en los escaparates, donde se ostentan las mercancías que lucen como ídolos sagrados pero perversos; aunque también lo suficientemente tétrica o sonámbula como para que no conserves la lucidez suficiente.

Otro acontecimiento sumamente intrigante, nos comenta el filósofo, reside en las rebajas. El mismo concepto de rebajas entraña algo de por sí bastante demoníaco. Ni siquiera ante la presencia del Papa o frente a la mismísima Meca se aglutinan tal cantidad de cuerpos. Torrentes infinitos de personas asaltan las tiendas coma una horda de bárbaros dispuestos a saquear Roma. Algunos de ellos aparecen con un extraño trapo que les cubre nariz y boca, quizás para que no les identifiquen, o quizás porque se trata de gente muy enferma que imagina próximo el apocalipsis. En cualquier caso, se trata de un espectáculo dantesco. La gente corre de un lado para otro del establecimiento como una manada de búfalos, arramplando con todo lo que pueden, tirando sin perjuicio todo lo que no les sirve. Los vestuarios se parecen a los camerinos de actores de una gran producción cinematográfica. En un momento dado, se planta ante mí una gorda del tamaño de una ballena jorobada tratando de probarse una camisita de esas que te dejan la barriga al aire y que parecen de la talla de una criatura de siete años. Colas inmensas de seres humanos o de fanáticos se prolongan por centenares de metros, confundiéndose con las de las otras tiendas o incluso con las de otros templos aledaños, y entonces pienso en Él, en Víctor Gruen, uno de los primeros ideólogos de estos aberrantes lugares, y me compadezco de él, pues se trata del producto de una eterna y terrible soledad, representan, paradójicamente, lo más vacuo de nuestra sociedad, el persistente vacío de todo cuanto nos rodea. La creación de un entorno “idílico” donde la gente, aun sintiéndose pequeña y a pesar de su fragilidad, pueda experimentar una sensación de trascendencia. Este ha sido siempre el verdadero y auténtico propósito del Templo.

 

el templo
Mercadona futurista



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