Sed de aniquilación: Buda y la impuntualidad

Según la tradición budista, Siddhartha Gautama logró la Iluminación bajo el árbol Bodhi, en la India. Y aunque se dice que tenía tan sólo 35 años cuando alcanzó el Nirvana, esto en realidad supone una imprecisión, pues el Buda había vivido muchas vidas anteriores antes de renacer como el príncipe Siddhartha. Conseguir la Iluminación durante la juventud puede parecer una exhibición de precocidad gigantesca, pero dado que no sabemos cuántas vidas vivió realmente el Buda, no podemos afirmar que se tratase en absoluto de una Iluminación precoz. Quizá el Buda fue el más tardón de los Iluminados, el Iluminado que más vidas necesitó para poder alcanzar el Nirvana. No ya un Mesías, un Salvador prometido, sino simplemente un sabio impuntual: el príncipe que llegó tardísimo a su cita con la Nada.

Lo que el budismo nos enseña, precisamente, es que tienes que vivir muchas vidas antes de poder dejar de vivir. El propio Siddhartha, como decíamos, no fue más que un hombre normal  y corriente, un mindundi autoproclamado que sólo llegó a la ‘budeidad’ tras vivir una larga y penosa serie de vidas.

Si el sufrimiento es inherente al mundo, es lógico querer abandonarlo; pero abandonar el mundo no es tan sencillo como parece: por mucho que le reces a la soga, no eres tú quien aprieta el nudo. Los hombres, según el budismo y tradiciones hinduistas previas, nos hallamos condenados a un perpetuo ciclo de nacimientos, muertes y renacimientos llamado ‘samsara’. Este extraño mecanismo trascendental lo complica todo, pues ya no bastaría, por ejemplo, con matarse: de lo que se trata es de no renacer. ¿Cómo se puede escapar del ‘samsara’, de esa prisión en la que estamos presos a causa de nuestra ignorancia? Naturalmente, alcanzando la sabiduría, que pasa por comprender que el deseo es la causa del sufrimiento, que todo es ilusión, vacuidad e impermanencia, incluido nuestro apego a nosotros mismos —en síntesis, comprender el “surgimiento condicionado”, o la absoluta interdependencia causal—. Para este fin de liberación personal podemos consagrarnos a la purificación de nuestro ‘karma’ —concepto crucial de causa y efecto en términos morales que, de nuevo, el budismo extrae, aunque invierte, del hinduismo: para el hinduismo el objetivo no es la cesación del sufrimiento, sino la unión con lo Divino, así como para el cristianismo no se trata tanto de purificar nuestras almas como de archivarlas en el Cielo– ejercitándonos en una serie de virtudes denominadas “Diez Paramitas”. De las “Cuatro Nobles Verdades”, la enseñanza fundamental del budismo respecto a la localización del problema y su solución, se extrae un camino, o guía, para dicha liberación: el “Noble Sendero Óctuple”, que resume la Cuarta Noble Verdad.

Liberarse de la rueda de la vida —justamente, la prisión de la existencia— es el Nirvana. El Nirvana —literalmente, “extinguirse”, el “apagarse” de una vela— sería así una aniquilación del ego, una victoria sobre el ciclo de múltiples renacimientos.  En cuanto a si esa aniquilación, o cesación, supone un “estado” positivo o un “no-estado” o “estado negativo”, existe una amplia polémica escolástica, y seguramente hasta que no nos iluminemos no resolvamos ese problema: mientras tanto nos debatimos ciegamente entre la contradicción y la insipidez. Si el Nirvana es un “estado”, existe algo que sobrevive y trasciende el Nirvana, lo que aproximaría demasiado el culto budista al hinduismo típico; pero si el Nirvana supone simplemente una aniquilación, el problema se vuelve tan complejo como el propio concepto de aniquilación, ya que sólo podríamos resolver sus contradicciones disolviéndolas en la nulidad, y disolviéndonos a nosotros con ellas. Así pues, aunque el budismo pueda parecernos una filosofía de índole pesimista, en realidad es utópico, porque enseña una salida del sufrimiento, aunque sea en forma de “pseudo-cese”. Que una religión —o una filosofía— se centre en el sufrimiento no la vuelve pesimista, pues los pesimistas no tienen el monopolio interpretativo del sufrimiento. Hasta Schopenhauer puede ser considerado como optimista si nos centramos simplemente en la posibilidad que abre de una fuga ante el sufrimiento, y no tanto en la comprensión del sufrimiento como inherente a la existencia. Cabría aquí preguntarse qué define mejor una filosofía pesimista: si el sufrimiento como inherente al mundo o el sufrimiento como inexpugnable. 

El budismo, aunque no se aperciba de ello, se asemeja también a una visión romántica de la vida, un triunfo de la voluntad sobre el mecanismo del mundo. Y si podemos ver una conquista del Ser en la supresión del Ego por medio del Nirvana, Siddhartha Gautama se nos aparecerá en seguida como una pobre paradoja encarnada: por la sed del no ser, se conquistaría un ser mayor —pero inmanente. Comparado a los románticos occidentales, cuya oposición no era tanto a la Naturaleza como a la Sociedad ilustrada del Siglo de las Luces, el Buda sobresale como un glorioso rebelde de contradictorias pero bellas ambiciones, un rebelde tal vez superior al ángel rebelde Lucifer, paradigma e inspiración de casi todos los rebeldes. Si el Buda volviera por error a nacer, tal vez lo haría como un adolescente gótico satánico que escucha ‘death metal’ encerrado en su cuarto. 

Pero incluso si la filosofía budista no puede considerarse propiamente pesimista —o por lo menos, no un pesimismo ‘fatalista’, tal y como sucede con el ‘pesimismo antropológico’ de Hobbes– ya que la aniquilación puede no designar un estado puramente negativo, una ausencia de estado, es capaz de reconocer que este mundo se define por el sufrimiento, y que no podemos liberarnos de ese sufrimiento sin liberarnos de nosotros mismos; y aunque sería demasiado el concederle ‘la transmigración’ y ceder ante sus inexactitudes y contradicciones en materia filosófica —pues el budismo como tal no se reduce a una visión eudemonista del desapego, hace falta creer también el karma, en el samsara y en la posibilidad del Nirvana: hace falta creer en ese mecanismo moral y, sobre todo, en que podemos liberarnos y cesar—, podemos admirar la profundidad de sus enseñanzas, la agudeza de sus intuiciones y, al menos en lo referente a la explicación del sufrimiento en el mundo, su superioridad sobre el resto de las religiones. ¿A qué verdadero y entusiasta pesimista no le seduce ese mecanismo tan perfectamente asfixiante y exigente? Comparado, de nuevo, al pensamiento occidental, ¡qué raro se nos hace pensar en una superación del sufrimiento por vía de la extinción! El budismo es una fe para quienes son incapaces de tener fe alguna.

Si esta lógica de contradicciones nos parece tan incomprensible se debe, en parte, al planteamiento de la extinción en términos de una salvación personal no trascendente que se opone a la concepción lineal del tiempo tan típica de Occidente, a su concepción de un final de la historia y, sobre todo, a la necesidad de un Redentor. El Buda fue, retomando los principios pesimistas, un antinatalista, pero creyó que cada cual es dueño de su propio nacimiento, pues el nacimiento, o mejor dicho,  el renacimiento, no llega a ser siquiera un castigo, sino una consecuencia por nuestras acciones. A esto podemos intentar replicar, como replicarían algunos filósofos inspirados por una ética antinatalista, que el sufrimiento nunca se pone del lado de la inexistencia, puesto que no existir no es una experiencia, de modo que no nacer es infinitamente mejor que nacer: lo que debemos evitar es reproducirnos; esto es, que podemos y debemos tener derecho a decidir sobre el nacimiento de los demás. El Buda, sin embargo, no estaría jamás de acuerdo: él te enseña a no renacer, puesto que eres impotente para evitar verdaderamente el nacimiento de alguien más. —En ese mismo sentido, el Buda tampoco entendería el aborto, ya que si la criatura no nace hoy, nacerá mañana; y no entendería tampoco la eutanasia…—. Supongamos, sin embargo, que es posible acceder a una liberación universal del sufrimiento, ya sea mediante una Iluminación compartida al modo budista o una sabiduría antinatalista al modo de algunos pesimistas, ¡qué sonrisa abominable no esbozará el último Iluminado que siga en pie, al echar la vista atrás y reconciliarse con el árido y silencioso desierto que deja tras de sí! ¡Qué orgullo, qué deleite!

Muchos desearíamos, sin embargo, con toda la fuerza  y la pasión de nuestras almas —otra ilusión—, ser ese último Buda, razón por la cual somos incapaces de alcanzar la Iluminación: el deseo puede ser ético. Nacemos simplemente para morir, morimos para renacer y este espantoso chiste no acabará nunca: ya oímos las risas de más allá de la Nada. Allí arriba, si acaso no fuera ilógico mencionar un “Allí arriba” tras la extinción del ego, la serie infinita de Budas se lamentarán, compungidos, por este fracaso tan insondable —los Iluminados están en clara desventaja respecto a los idiotas: por lo menos los segundos entienden que existe algo superior a la Iluminación, que es la hondura misteriosa del Cinismo—. ¡Si ya estamos todos, a qué espera ese idiota!, exclamarán impacientes los Budas. ¡No, no y mil veces no! Si es lícito oponer la voluntad al mundo, es lícito oponer una voluntad sobre todas las demás… ¿Y si el Buda no fue tan impuntual, después de todo, y si su Iluminación fue un fracaso, puesto que él realmente deseaba ser El último?

Imaginarse al Buda feliz, como Sísifo después de conseguir
 que la piedra lo sepulte

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