La farsa académica: rituales y vigilancias

La Universidad es una escuela de protocolo. Desde la Edad Media no ha hecho más que oscurecerse y pudrirse hasta producir esa maravilla hedionda de nuestro tiempo que es el intelectual cortés, síntesis de todas las frivolidades, sulfuraciones y complejos tecnocientíficos, padre de todos los vacíos, culmen de la niebla indigente que prospera.

Los académicos viven de su remilgo. Con la coartada del cultivo intelectual y el amor por el saber, con esas premisas beatas y legendarias disfrazan su centro, su especialidad: la cortesía. Allí todo gira en torno a la negociación y el acatamiento de composturas burocráticas. La diferencia entre la humillación académica y las demás humillaciones cotidianas está en el grado de refinamiento: un intelectual teoriza, se revuelca con las teorías, y al no haber nada en el mundo más falsamente noble y sutil que las teorías, es allí, en la institución intelectual, donde la humillación puede alcanzar sus formas menos típicas, más implícitas y orgullosas.

Para escribir un paper se sigue un proceso ritualístico, no metodológico, ni mucho menos contemplativo. Todo pronunciamiento está vigilado, y a su vez toda actividad constituye un pronunciamiento. Ese saber tecnificado es ritual, y el rigor académico es ritual, es decir, se identifica con el grado más irreflexivo de la práctica. A su vez, la actividad protocolaria es vigilancia: el grado más irreflexivo de la teoría. Sólo en ese sentido lúgubre y supersticioso puede la teoría ser práctica y la práctica ser teoría, en el sentido del ritual y de la vigilancia. Precisamente, ritual y vigilancia son las leyes supremas de la cortesía: el ritual es cortesía dinámica y la vigilancia es cortesía estática.

Los propios académicos saben que han sido secuestrados por la ceremonia y el gesto, aunque no les quede más remedio —ya que no sólo de dignidad vive el hombre— que fingir la ignorancia con sus monotonías; y por una mezcla de aburrimiento y autocompasión se ocupan de inculcar a sus alumnos esas mismas dramaturgias grises y avinagradas con que lograron prosperar en la universidad. Con un poco de suerte, esos alumnos aprenderán a acercar lo máximo posible la cordialidad a la indiferencia, a coger los cubiertos intelectuales, a adornar banalidades, y una cadena infinita de pericias estériles y siniestras que componen el talante intelectual de nuestro tiempo. Con un poco de suerte, los discípulos más aventajados sustituirán los porros, el alcohol o la cocaína por el comedimiento, que es la droga más dura que existe.

En las universidades se lee bastante, pero el propósito de la lectura está de nuevo en la farándula necrótica, en la adquisición de herramientas teatrales, en una serie obligada de patrones académicamente funcionales. Del mismo modo, se piensa mucho, pero de forma adulterada, quisquillosa, industrial y fraudulenta. Aún así, no debemos generalizar: también hay cierto grado de honestidad intelectual, sin la cual el abismo académico no sería tan profundo. En mitad de la turba intelectual suele haber siempre una o dos personas sensibles y laboriosas, amantes del saber, no necesariamente entregadas al carnaval de las ideas, no zarandeadas por la coreografía intelectual. Nadie sabe cómo acabaron allí (quizá por su talento, quizá por una extraña interpretación de la torpeza como carisma invertido), pero son estas personas las que más contribuyen a la plaga gestual de la academia, administrando un ejemplo de pureza, algo a lo que parecerse desde la infinita distancia: una inspiración a partir de la cual los demás perfeccionan sus pantomimas. La distancia que separa una mera sofisticación de la ignorancia de una profesionalización del saber son estas excepciones igualmente malditas.

También ellas caen. Hasta el espíritu intelectual más puro, más inquebrantable y guiado por ilusiones angélicas tendrá que doblegar sus intereses al requisito escénico e hincar la rodilla frente al altar de la insipidez para sacrificar el fuego de su inteligencia; algo así como un Prometeo que devolviese a Zeus su fuego para obtener, no ya los divinos favores de éste, sino una palmadita condescendiente en la espalda y la promesa tácita de que la próxima palmadita en la espalda se la dará él al siguiente diosecillo menor. El amante de la verdad, vencido por el aparato académico, tendrá que abrirse paso entre sus semejantes, entregarse al desdén, a un fuego cruzado de sutilezas. Y cuando vuelva la vista hacia el antiguo objeto de su entusiasmo no encontrará más que la vaporosa humillación de tener que abrir la boca infinitamente, lívido, buscando su reflejo en la negrura de sus propias palabras.

La academia, en definitiva, es el teatro más aburrido y más sangriento del mundo. Es un teatro sin público real: el público son los propios académicos, además de un puñado de aspirantes y chiflados que se despellejan entre ellos en un torbellino de terminologías, benzodiacepinas, armonías postizas e intrigas institucionales. En la academia no hay pensamiento, sino producción intelectual: estándares de producción intelectual y discretos (pero bien alimentados) artífices de papers, demiurgos de ensayos, padres adoptivos de estudios y tutores legales de milongas. Siluetas vanidosas de todo lo que alguna vez pudo ser inocente, pensativo, profundo y hermoso. Hace siglos, los pensadores escribían llorando de emoción, y la luz de la verdad atravesaba sus lágrimas formando un arcoíris que los coronaba como los reyes del mundo. Ahora, encogidos en sus despachos, borrachos de estatus y aturdidos por el peso de la historia, dedican su vida a la fabricación de pedanterías, y sus pensamientos se han convertido en una lluvia radioactiva e intrascendente.

No hay propuesta de salvación posible: las piruetas de la putrefacción son demasiado complejas, la esterilidad de las almas se ha vuelto demasiado asombrosa. La academia es tan sólo un vértice más de la miseria interior global que se nos revela históricamente como tecnorreligión y biológicamente como babas y territorios, procreación papirosexual y miedo, criptolatrías, papiromaquias, una farsa interminable, la enésima prueba de que lo inmortal en nosotros no es necesariamente lo bueno en nosotros. Sólo queda observar cómo las figuras del circo intelectual, empachadas e insensibles de tanto calcular gestos, ejemplifican el vacío morboso de los sueños explicativos, expulsan la esperanza del análisis y recuerdan que la redención siempre será extraña.

 
ejemplo de intelectual honesto, doctisimus fraudulentus maximus
el traje típico del enterrador de ideas

 

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