Crítica al progresismo: lo real esclaviza tu imaginación

Basta escuchar cinco minutos a cualquier progresista moderadamente inteligente, por convencido que esté de su particular misión histórica salvífica y por terrible que parezca dicha misión, para apercibirse de su perfecta e insondable inocuidad: de lo endeble que es su espíritu, y de lo mediocre y sana que es su verdad. El progresista, creyéndose encarado al tiempo, no puede sino darle la espalda: la prosperidad técnica y moral con que sueña es tan sólo confirmación y reflejo de lo anterior; es decir, el progresista concibe un signo del cambio que ya no es sino caducidad..

El progresista asegura su victoria mediante promesas cobardes; como sueña sin fervor, con apatía e indolencia, alzando al cielo el pobre estandarte de lo real, cuyo símbolo esencial es el segundo anterior a su reclamo, promete con cobardía: sus promesas son la retaguardia del sistema. Al progresista, conservador hipócrita y clandestino, le parece inconcebible el que existan ideas más elevadas que aquellas que su tiempo es capaz de elaborar: cree que sus ideas son la masa madre de todos los mitos, fundamento primario del humanismo y de la ciencia. Así pretende limitar las posibilidades de las ideas al horizonte que impone la mínima dosis de imaginación de su tiempo, razón por la cual comparte pacífica y amistosamente el espacio de la socialdemocracia con el conservador. 

El progresista es un animal de funciones, pero no entiende ni de formas ni de fondos: no entiende qué es lo que hace que una cosa sea lo que es, ni tampoco el fin mismo de la cosa, se conforma con saber qué función tiene en un fin indeterminado y mucho más amplio aunque oscuro y  casi indecible. Para el progresista las injusticias no tienen más contenido que suponer una tara en el mecanismo racional del sistema, pero en cuanto a la consideración de la tara del propio sistema o la inadecuación del sistema para los fines que pretende —sin formularlo más que muy vagamente—, como considera lo sub-óptimo un ideal invertido, excusa el mal por la imperfección del marco político en que se encuadra, y vende la imperfección como una prueba de lo mejor. En palabras de Voltaire: «lo perfecto es enemigo de lo bueno». Pero el progresista apenas sabe qué es lo bueno, por qué es lo bueno y por qué el sistema es bueno sin ser perfecto, en lugar de perfectamente malo, a tal punto que cabe preguntarse si tras lo imperfecto no se esconderá el sueño prohibido de lo perfecto, para expresar el cual necesita de ese uso secularizado e irresistiblemente vulgar del discurso apofático. Dicho con la misma ligereza: ¿no será lo bueno enemigo de lo mejor?

Así pues, acomodado en su patética ilusión de ser vanguardia histórica —épica enajenación, porque el progresista es justamente lo opuesto a la vanguardia: es la cola del diablo agitándose en vano una vez se la han cortado—, de poner sus principios al servicio de un perpetuo desarrollo imposible e ineficaz, la misión real del progresista tal vez sea la de servir como aperitivo ideológico a la militancia reaccionaria o revolucionaria del futuro, si no como espantajo, de izquierdas y derechas, para mentes más imaginativas y audaces que la suya. Si escribe Lefebvre que «la imaginación debe crear lo real» o «la izquierda oscila entre la nostalgia y los sueños» es porque el izquierdismo, refiriéndonos aquí estrictamente a la izquierda progresista, (a pesar de que la mayoría de los progresistas no son “ni de izquierdas ni de derechas”: son como náufragos que le rezasen a un barco hundido) es puro inmovilismo. Inmovilismo no ya político, pues a fin de cuentas el inmovilismo político es más ético e inteligente, por ejemplo, que el electoralismo o la pasión por las bombas y los tiroteos, es decir, más inteligente que lo primero y más ético que lo segundo; sino puro inmovilismo ético y espiritual. 

Sucede, por desgracia para la reputación y autenticidad de nuestros más nobles anhelos, que los hechos del mundo son cambiantes: cambian los protagonistas, los figurantes y el decorado, aunque la trama sea casi siempre la misma. Toda filosofía es asimismo caduca, ya sea ésta de índole materialista o idealista, utilitarista o deontologista, socialista o liberal... Y en cuanto el sueño de un cambio se transforme en fenómenos sociales concretos, cuyos signos resultan siempre impredecibles, insatisfactorios y tediosos, el progresista, incapaz de reconocer el fracaso de sus pretensiones, hablará de traición, vicio y decadencia, de sueños robados, de espejismos y de heroísmos. Aquel sueño era puro embellecimiento histórico, idealizado desde un tipo específico de determinaciones ideológicas recónditas, y la desazón progresista se explica entonces por multitud de razones que dependen tanto de una estética optimista de lo político desprendido de lo ideológico como del olvido de su propia oposición superficial a lo anterior; razones que van desde la percepción deteriorada del propio sujeto envejecido hasta el cariz obtuso de sus ensueños previos (pues en los deseos hay márgenes pero todas las promesas son cárceles, incluidas las promesas cobardes). El progresista totaliza la experiencia de la nostalgia, no se conforma con lamentar el pasado, pues en el fondo lamenta el tiempo en sí mismo, y hasta le parece que el tiempo orbita alrededor de su época: al anticipar el devenir, solidificarlo y convertirlo en 'ser', el progresista trunca toda satisfacción posible de sus expectativas, dado que sus expectativas se definen precisamente por el antagonismo entre lo que es y nunca será. 

Si ya es difícil no envejecer culturalmente, esto es, no ver en las modas juveniles un principio de disolución de los buenos valores respecto de la juventud precedente a la que pertenecíamos —principio verdadero, sólo que era también verdadero para la juventud anterior, y para la anterior antes de la anterior, pues se trata de la forma concreta del proceso histórico: el fenómeno particular de una degradación histórica— es imposible no envejecer históricamente: el tiempo no gira alrededor de ninguna época en particular. Que un cambio afecte a las costumbres de le época tiene un pase, pues nos basta una condena estética y superflua fundamentada en la propia vejez e incapacidad de adaptación por la rigidez del cerebro decaído; pero que un cambio parezca afectar profundamente los modos de convivir, las relaciones económicas o la estructura básica del poder, nos resulta abominable: el fin del sistema es el fin del mundo y hasta la mala  música nos parece una señal del apocalipsis. Así pues, dado que el progresismo es la pretensión de cerrar la historia en un bloque sin antagonismos ni giros copernicanos que valgan —o más bien la creencia de que ya está cerrada, salvo algunos adecentamientos y adornos, detalles que aún faltarían por pulir y que para el progresista lo son todo porque esta tarea representa la materia básica de su alienación— en un sentido semejante al modo marxista con la superación de las contradicciones, al progresista cualquier mínima deformación no ya en las bases sino en los mismos fenómenos le resulta un terrible escándalo, porque es la vía mediante la cual el propio tiempo se disuelve en la incertidumbre: el progresista no tolera, irónicamente, la mínima imperfección aparente en su esquema del futuro. El capitalismo, no obstante, ya ha logrado casi todo lo que los progresistas reclaman, a pesar de ciertas variaciones cuantitativas y fluctuaciones efectivas, y sus reclamos no son sino el eco de los triunfos de su enemigo declarado. No hay oposición real, sino complicidad y 'utopías' cínicas: la utopía de lo 'real'. 

En política, sin embargo, y no ya en el arte o en el amor, existen algunas tentaciones enormes, casi insalvables: uno tiene que enfrentarse a ellas necesariamente o caer por despiste en su negrísimo abismo. Y la peor de todas las tentaciones es la tentación por la socialdemocracia —forma concreta de organización política que busca la gestión estatal de los recursos públicos mientras promueve una economía de mercado— como una cotidianeidad adorable y reconfortante, lógica, realista y eficiente —la eficiencia es una engañifa, pues se rinde al principio de la producción, y ésta a la quimera de la producción infinita: el poder del mito, en cambio, surge por la creencia de que se puede redistribuir con justicia la riqueza generada, por un lado, y por el otro, de que los logros de una producción infinita pueden satisfacer infinitamente las necesidades colectivas—. La socialdemocracia ni siquiera aparenta ser una tentación, pues en sí misma no es diabólica: funciona mediante los mecanismos de la inercia, al menos entre los espíritus ni muy perversos ni muy bondadosos, es decir, entre espíritus mediocremente nobles y con buena salud económica. De hecho, tal vez la socialdemocracia sea la menos indigna de entre todas las tentaciones políticas, lo que la convierte sin duda en la menos prometedora y a la que mayor debemos temer por los peligros ponzoñosos de su falso realismo: tedio, hastío, sopor y sobre todo, un mezquino conformismo y una risueña aunque supeditada conformidad con lo ‘real’ son los síntomas psiquiátricos de una infección por socialdemocracia.  

La respuesta a la socialdemocracia, por lo menos en el panorama político occidental, es nula o se halla auto-anulada por obcecación, como en el caso del marxismo y del liberalismo. Tanto el progresista, paupérrimo fetichista del horizonte de lo posible ligado a la disposiciones costumbristas de su época, como el conservador, un obtuso que rara vez acierta con los factores de disolución que comprometen las tradiciones y las estructuras legales que en vano pretende conservar —pues no sólo es un nostálgico: es sobre todo un especulador de nostalgias— comparten un espacio como falsos extremos en un espectro topográfico. El bloque progresista contra el bloque conservador no tiene sentido como oposición profunda más que a partir de pequeñas distinciones por atribución y arbitrarias, por lo común morales, sexuales, culturales, raciales y hasta performativas, como en el vestir o el opinar. Se trata, en todo caso, de una oposición propagandística al servicio de las retóricas de los partidos políticos, pues nuestra democracia se asemeja más bien a una dictadura a de los partidos políticos, y cuyo único objetivo es avivar las militancias en el mercado electoral, amén de la forja tan triste e irrisoria de las identidades sociales que la naturaleza gregaria del ser humano determina. El que los partidos políticos pongan su empeño, sobre todo los partidos izquierdistas, en ciertos derechos civiles dentro del marco teórico de la socialdemocracia y su implicación en términos de la preponderancia de una economía capitalista, se explica únicamente por impotencia y complicidad, por ganar espacio allí donde el mercado o bien permite un espacio o bien cree que faltan espacios aún por inventar e invadir.  

En cuanto a las resistencias contraculturales, por concluir, la mayor parte de ellas  se debaten entre medrar e institucionalizar su protesta como caballo de Troya en el aparato burocrático europeo o retirarse ‘del mundanal ruido’ con la excusa de potenciar las posibilidades revolucionarias fuera del alcance de la socialdemocracia, aunque refundándola ingenuamente allí en cada rincón que reconquistan. Las resistencias son ángulo muerto del triángulo de la realidad. Ni éstas, ni los progresistas,  ni los conservadores, ni los reaccionarios fascistoides de todo tipo, contemplan el absurdo en lo cotidiano: sea cual sea la dirección histórica, buena o mala, triste o feliz, benefactora o esclavista, por lo menos será una dirección racional. Pero precisamente racional es lo único que la historia no es. La historia puede ser muchas cosas: genocida, idiota, maldiciente, promiscua, procaz, descuidada, fea, castrada…, pero no racional. A tal punto puede uno persuadirse de esta verdad que podríamos terminar este artículo preguntándonos si, en realidad, toda oposición al progresismo no será sino un pseudo-producto del progresismo vocacionalmente antagónico pero cuyas disposiciones no serían más que réplicas fenoménicas y mímesis ontológicas —y antológicas.

 

Niños progresistas del futuro: la cara es el principio
 y el fin de las diferencias.


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