La deuda de la democracia: abstención y libertad

Novedad de novedades, ¿todo es novedad...? [Pregunta el Abstencionista]

En política no existe lo nuevo sino lo reciclado, de lo auténtico sonsacamos lo paródico: los instantes se suceden, promiscuos y livianos, unos a otros, pero en el minutero la esencia del fragmento es siempre una y la misma cosa: el hastío. ¿Qué es el hastío, sino un hartazgo por la imposibilidad de lo distinto? La variación de lo inmediato no añade novedad más que en el signo: el que cada cuatro años se nos asuste contra un peligro nuevo —fascismo, terrorismo, inmigración, religión, decadencia de las costumbres, comunismo…— representa una herencia de puras fantasmagorías; y sólo hereda quien teme.

No obstante, una fatídica fantasmagoría sobrevive por encima de todas, invencible como todas las cosas antinaturales e inconcebibles, en su atalaya de monstruosidad moral: el abstencionismo, culpable por complicidad indiferente con todos los males imaginables, es decir, prefabricados.  Al mostrarse aparentemente inescrutable —pues no votar, valga la obviedad, no equivale a votar contra algo. ¡Qué inocencia, qué prepotencia boba se necesita para suponer tal mediocridad!—, maquinamos desciframientos para explicarnos los artificios y motivos del abstencionista, como objeto extraño a la humanidad y sus insensibles rutinas. 

Nos presentamos al abstencionista como un otro lógicamente perverso: al reducir nuestra participación política al mero electoralismo, devengando de tal forma nuestros rencores y alegrías por la democracia representativa, la abstención adquiere un carácter de mayúscula gravedad: un análogo al peor de los pecados capitales, que no es la vanidad, sino la indiferencia hipócrita. Quien rehúsa participar del secuestro de su autonomía por parte de los poderes efectivos no puede ser visto como un mero desganado, un evadido, un ser remoto, una criatura impalpable, sino que debe ser visto como un perverso que zancadillea nuestra victoria sobre los enemigos antagónicamente activos: puede que él no sea virtualmente un enemigo, pero es algo peor: alguien que no se digna siquiera a ser nuestro opuesto. 

El desprecio, el ninguneo, la condescendencia y el rechazo a la población abstencionista —a quienes, según se cuezan los resultados de las elecciones, pretenderá ligarse con una u otra fuerza partidista en términos de una relación de opuestos, como si el abstencionista fuera el mudo tumulto que simpatizase de fondo con nuestras causas pero entorpeciéndolas de facto con su falsa neutralidad— obedece al hecho de que vemos esta participación, recalcamos, reducida cínicamente al voto, como el saldo de una deuda que tuviéramos con eso que llamamos “democracia”, que es la simple delegación política en representantes supuestamente escogidos por el “pueblo” —cuestión de índole distinta es saber si nuestro sistema es una 'democracia' o una 'plutocracia partitocrática', sistema con ínfulas colectivistas pero subordinado al Capital—.

Esta es la razón por la cual desearíamos, irónicamente, arrebatarle al abstencionista de una vez y para siempre su derecho a la participación mediante la censura de su protesta: así lo refiere el pueblo cuando concluye aquello de que “si no votas, luego no te quejes”. ¡Como si la participación, es decir, la sustitución de una cotidianidad políticamente auto-consciente por el puro electoralismo debiera otorgar no ya derechos, sino ciertos privilegios supra-legales para el que vota! Es la mirada delatadora de esos privilegios lo que desacredita por enajenados, es decir, ajenos a sus condiciones, a quienes los reclaman. Naturalmente, votar no supone una obligación, sino un derecho, y transmutar el voto en obligación admite un cambio de lógica opresivo y depravado. En cualquier caso, ¡qué sencillo resulta ganarse los favores de la polis, y su dignidad, si para ello simplemente hay que votar! Pero de la misma manera en que Diógenes buscaba un hombre a la luz de su candil, habrá que buscar qué glándula legislativa segrega la dignidad, para hacer beber de ella a los abstencionistas y cebarlos, como puercos, hasta que consientan su redención y enfilen hacia el matadero.

Sucede que vemos al abstencionista como un antisocial, un eterno moroso, y como el máximo castigo que es socialmente aceptable infligirle es la restricción de su libertad de expresión (si fuera quemarle vivo, habríamos de quemarle vivo), deseamos que pierda este derecho, pues una vez perdido este derecho, ya se conseguirá que pierda los restantes: lo importante es que adore su mordaza, que santifique las cadenas que lo oprimen, que calle el secuestro de su cotidianidad por la lógica de un sistema profundamente absurdo, que no recuerde la frivolidad democrática ni su insustancialidad crucial. 

Y así como al insolvente le arrebatamos sus bienes, cancelamos sus beneficios y le hurtamos del libre uso de su capital hasta que salde la deuda, al abstencionista desearíamos cancelarle también sus derechos para reformar su voluntad mediante el castigo y que acepte, naturalmente bajo dicha forma minimalista de tortura, sus deudas contraídas. ¿Y cuándo, habría que preguntar, se adquieren dichas deudas? Al nacer, naturalmente, como sucede con todas las deudas importantes, incluido el pecado: nacer es comenzar a deber, si no a Dios la restricción ascética de ciertos actos inmorales, por lo menos a la democracia el salir de casa un domingo cada cuatro años para depositar tu voto en una urna electoral y fiarle a los políticos el sustento del próximo simulacro de novedad. 

El que se abstiene tiene una deuda con Dios,
el que vota con Satanás.


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