La maldición

La tentación de San Antonio, paradigma de todos los escritores pánfilos

Sobre el escritor siempre ha planeado, como la sombra de un buitre sobre su cabeza, la más execrable de las maldiciones. A veces sin saberlo, pero siempre sospechándolo, desde el comienzo y hasta el final de su actividad creativa, la maldición ha coexistido con el escritor como lo ha hecho siempre la materia con respecto a la forma. Sin embargo, en cuanto a la esencia de dicha maldición, reina entre los escritores un absoluto desconcierto.


“¿EN QUÉ CONSISTE PUES ESTA MALDICIÓN?”

Para ello, desde El Testigo, hemos decidido sumergirnos en las páginas y en las vidas, pues en cierta manera se trata de la misma cosa, de algunos escritores que, si bien no lograron desentrañar con plenitud tan oscuro asunto, sí al menos lo intentaron, aunque sus ojos se abrasaran mucho antes de alcanzar el sol de la verdad.

Nosotros, por el contrario, opinamos que desde la sombra se mira mejor. Por tal motivo, hemos renunciado de antemano a emprender cualquier hazaña prometeica que ponga en riesgo nuestra salud mental, y cómo los filósofos ante la presencia de un espectáculo, nos conformaremos simplemente con afirmar que sólo hemos llegado hasta aquí para ver qué pasa.

Cioran nos relata que, entre sus honestos y ambiciosos proyectos de juventud, el que contemplaba con mayor asiduidad era el de arrancarse la propia vida, algo que, según nos cuenta, lo hubiera hecho descerrajándose un tiro en la cabeza o colgándose del techo de su habitación. Si no lo hizo fue gracias a la pequeña obra que escribió por aquel entonces: En las cumbres de la desesperación. Fue esta obra de carácter eminentemente pesimista y desgarrador lo que terminó salvándolo de sí mismo.

En uno de sus capítulos, titulado El sentido lírico, nos expone la idea de que al escritor le devora un impetuoso fuego narcisista, del cual ha de buscar la forma de liberarse, pues de lo contrario, las llamas de su propio ego le abrasarán como el mismísimo infierno. La ansiada liberación podrá buscarse en la tenacidad de un espíritu religioso, así como en la puesta en práctica de beligerantes ideas políticas, como demuestra el hecho de que él mismo se afiliara al partido fascista rumano, o mediante la voluptuosidad sexual, algo realmente complicado en aquella época, o quizás pueda hallarse en el mismo crimen, en este sentido, creo recordar que también Bukowski declaró que, si no se hubiera hecho escritor, habría terminado convirtiéndose en un despiadado asesino en serie, y lo mismo podría decirse de Mario Vargas Llosa, que a lo largo de su trayectoria literaria, no escatimó nunca en macabras descripciones, impregnadas todas ellas de una violencia exacerbada, en las que cabe imaginarlo enfrascado en alguna clase de trance, con los ojos vueltos del revés y segregando espuma por la boca mientras aporrea frenéticamente su máquina de escribir. En cualquier caso, fue a través de la escritura qué Cioran logró emanciparse de su propio ego, catalizando de este modo su narcisismo insaciable, que de otra forma lo hubiera arrastrado al suicidio.

Una vez que el escritor se ha desprendido del sentimiento lírico que le embargaba, le adviene una sensación de gozo y felicidad indescriptibles. Es como si se encontrase en un estado de éxtasis, o sumido en un sueño tan placentero del que no desease despertar jamás. No obstante, se trata de una ilusión pasajera, de un efímero fragmento de eternidad, pues a las pocas horas el escritor experimenta una depresión tan infame que difícilmente podrá escapar a la locura.

Quizás sea esta una de las caras más siniestras de La Maldición. El escritor se asoma progresivamente a un callejón sin salida, como un mosquito que queda atrapado en la pegajosa red, en donde cuanto más se mueva más rápido atraerá a la araña que le devore. Es entonces cuando el escritor comienza a sufrir las consecuencias derivadas de una permanente insatisfacción. Por un lado, le sobreviene una insaciable necesidad de escribir, de exorcizar al espíritu maligno que le carcome las entrañas, y, por otro, el vértigo ante el abismo que se abre bajo sus pies una vez haya sustraído al “Demonio lírico” que lo atormentaba.

Para superar esta dificultad, el escritor cree hallar un remedio terapéutico en el hecho de ser escuchado, o de ser leído, de tal forma que aquello de lo cual se ha liberado, que no es otra cosa que su propio ego, se transforme en algo partícipe para el resto del mundo. De este modo, convertir la materia del “Yo” en “concepto Universal” adquiere para el escritor el carácter de un imperativo moral.


“¿APLACA ESTO, DE FORMA DEFINITIVA, LA AGONÍA DEL ESCRITOR?”

Lo cierto es que no. Ni siquiera provisionalmente. La mayoría de las veces tal empeño acaba en un rotundo fracaso. La Maldición enseña sus dientes. Nadie le escucha, a nadie le interesa lo que tenga que decir, o, si acaso, a un número muy reducido que apenas trasciende familiares y amigos. La sombra de La Maldición se extiende peligrosamente durante el ocaso, y la figura del escritor mengua hasta prácticamente desaparecer.

Para publicar, en el caso de que lo consiga, y también con la suerte de haber captado superficialmente la atención de alguna editorial, requiere de una energía y una fortaleza inconmensurables. El escritor se expone al sofisticado criterio del editor, una especie de juez ilustrado que se asoma a tu obra con la curiosidad o la indiferencia de un viviseccionista. Un destripador sin escrúpulos dispuesto a mermar tu obra hasta despojarla de sentido.

También, en un momento de exasperación, el escritor recurre a los certámenes literarios, en donde una inmensa cantidad de prolíficos escritores acuden dispuestos a autocensurarse con tal de recibir al menos alguna mención, pero que, en términos realistas, resulta tan inútil como arrojar una gota en el océano y tener la esperanza de que no se disuelva en el anonimato.

Con La Maldición cerniéndose sobre sus hombros, el escritor retorna a su morada cabizbajo y en silencio. De camino, decide meterse en uno de esos clubs que están tan de moda últimamente, como, por ejemplo, El diablo de ojos azules, un antro soporífero en el que se aglutinan, como ratas de un estercolero, prometedores artistas que han superado el filtro de la editorial. Los nóveles escritores presentan su regurgitación emocional a un público descerebrado e inculto, gozando de una fama no superior al instante en el que posaron para la fotografía de sus libros. Al fondo del local, el escritor observa con parsimonia tan extraño ritual, y a veces no puede evitar soltar alguna carcajada o sumirse en la desesperación.

De vuelta a su laboratorio particular, rodeado de libros, habiendo ya desarrollado una bibliomanía enfermiza, hostigado por cientos de obras que quizás jamás llegue a leer, se refugia en interminables lecturas, evadiendo sus propias carencias en busca de nuevas estructuras sobre las que asentar una futura composición. Al fondo el escritorio, como un enemigo, le aguarda indiferente hasta que por fin reúne las fuerzas para volver a escribir, porque, como muy oportunamente señaló Cela, a las musas sólo se las encuentra peleando contra el papel. Si ese día no logra sacar nada en claro, entonces, lo intentará mañana, pues el escritor nada a contracorriente; y si tampoco esboza algo convincente durante la semana, se resignará al silencio y la omisión hasta que descubra un motivo lo suficientemente digno como para volver a afrontar la inminente derrota de su próxima creación.

Otra de las facetas más ensombrecedoras de La Maldición, y que, por supuesto, constituye materia de análisis del presente artículo, reside en la problemática cuestión del tiempo. El tiempo del escritor es sagrado. Pero la vida cotidiana, es decir, aquella que trasciende las fronteras de la creatividad, transcurre a ritmo incesante, y en el torbellino de acontecimientos y responsabilidades que acaecen en la común vida de los mortales, el escritor apenas haya el tiempo suficiente como para dedicar unos minutos a sus miserias literarias.

Algunos célebres escritores, como Bolaño, decidieron transformar su vida en una emocionante aventura literaria, razón por la cual escribía a todas horas “hasta que se le congelaban las manos”. Bolaño fue un escritor formidable que consumió su vida entre cuadernos y diarios, un trabajador incansable, amante de la vida espartana de los poetas hasta que un 15 de julio del 2003, a la espera de un trasplante de hígado, encontró la muerte. La última odisea literaria de Bolaño, 2666, despertó el culto fetichista entre la multitud de sus lectores, pues se cuenta que acudieron en masa para devorar las primeras páginas, todavía calientes, que iban saliendo de la impresión.

Otro ejemplo ilustre, lo podemos encontrar en el protagonista de la novela autobiográfica Abaddón el exterminador, de Ernesto Sábato. Allí el protagonista se queja del escaso tiempo que tiene para escribir. No sólo el tiempo es sagrado, dice, sino que el espacio y el momento resultan igual de fundamentales. Así el escritor se encuentra irremediablemente ligado a los designios de la escritura, merodeando como un autómata en busca de algún momento adecuado para escribir. Sin embargo, la mayor parte del rato lo pasa postrado en algún sillón, hundido hasta la vergüenza, fumando un cigarrillo tras otro con la mirada obnubilada en algún punto de la pared. La frustración literaria, el demonio que lo acomete desde dentro, le impulsa a callejear en busca de estímulos que le inspiren personajes originales o carismáticos, perdiéndose inmoralmente entre la crápula, mezclándose con ella como un gato pardo en la oscuridad, y si no encuentra consuelo entre los más desfigurados de la sociedad, buscará refugio a las puertas de algún bar mugriento de la esquina o se desplomará como en un santuario ante algún soportal sucio del arrabal.

En La nada cotidiana, de Zoé Valdés, se nos muestra a uno de los múltiples amantes de la protagonista, al Escritor, totalmente desesperado por escribir algo que merezca la pena. Una obra magna que les pueda resarcir de la miseria, y mientras ella se encarga de tomar las riendas de la vida que tienen en común, mientras le plancha los trajes y se le revisten de cayos las manos, el escritor se sume en una profunda depresión que intenta ahogar entre nubes de cigarrillos e intermitentes borracheras. Para evitar posibles plagios, el escritor oculta subrepticiamente su manuscrito en una caja fuerte. La mujer, sin poderlo soportar más, harta de cargar sobre sus espaldas con el destino de ambos, decide sustraer el tesoro de su marido, que tan celosamente guardaba bajo llave. Se lanza sin preámbulos y con avidez a la extensa lectura del manuscrito. Entonces descubre atónita que, a lo largo de los centenares de páginas, su marido sólo ha logrado escribir una única frase, la cual repite hasta la saciedad: no escribiré nada, no escribiré nada, no escribiré nada…



“¿CUÁL ES EL PEOR FUTURO QUE LE AGUARDA A UN ESCRITOR?”

Puede pensarse que el peor destino que le aguarda a un escritor, consiste precisamente en convertirse en uno de ellos. Existen testimonios más que suficientes que demuestran que los escritores galardonados dejan de escribir cosas realmente buenas, y pasan a transformarse en arrogantes figuras públicas, engreídos, conservadores y, a fin de cuentas, nostálgicos de su propia obra marchita.

También te puedes convertir en un escritor proscrito, al que nadie lee salvo, como ya hemos dicho, un pequeño círculo de familiares y amigos, y tengas la oportunidad de que una vez al año se celebre una retrospectiva de tus escritos, y quién sabe, es posible que alguien más acabe interesándose por tu obra. Quizás hayas escrito grandes y numerosas biblias, pero tu nombre permanecerá en el olvido o se difuminará entre los grandes acontecimientos de la Historia Universal. Quizás, borrada ya de la faz de la tierra esta civilización, siglos después de tu muerte, reaparezcan tus escritos como los restos fosilizados de un eslabón perdido de la literatura. O a lo mejor deberías haber hecho como Kafka, y quemar toda tu obra confiando sólo una pequeña porción a alguien leal que luche encarecidamente para que se te publique póstumamente. Sin embargo, ¿qué hay peor para un escritor que terminar siendo el imbécil mal renumerado que en horario de tarde imparte talleres de escritura en una cochambrosa aula de instituto?

El aguijón venenoso de La Maldición constriñe al escritor cargado nuevamente de ironía. Después de haber consagrado tu juventud al cultivo de la literatura, lo único que te queda es un huerto repleto de hortalizas mohosas.


¿ES ENTONCES CUANDO REFLEXIONAS Y DECIDES REEMPRENDER EL PROYECTO DE CIORÁN Y VOLARTE LA TAPA DE LOS SESOS?

No, ya no queda nada de heroico en tu figura de escritor. Ni siquiera una muerte violenta podrá catapultarte a la fama. Frustrado y abatido, te conviertes en uno de esos críticos que siempre has odiado, rebañando con los dientes los escritos, más bien mediocres, de tus entusiastas alumnos.

Tus correcciones son devastadoras, peor que el Dios del Antiguo Testamento, minas el estúpido y presuntuoso orgullo de tus pupilos. Eres lo más chabacano, lo más cruel, un viviseccionista por vocación. Tachas los nombres extranjeros con los que tus alumnos llaman a los personajes de sus escritos, como Mike, Jefferson o William. Censuras las menudencias sentimentales de los escritores que son incapaces de dejar de hablar de sí mismos. Suspendes a los moralistas por ridículos, anulas a los nihilistas, a los sádicos y los traumados por ser demasiado endebles.

Aún te quedará el sabor amargo de creerte que un día fuiste el mejor, de que eras diferente, de que podrías haber sido alguien en lugar del gilipollas de turno que pasa las calurosas horas de finales de junio postrado ante imbéciles con los bolsillos repletos de libros que jamás se leerán.

Pero todavía habrá alguien que venga y te suplique, o que se queje por tu total, absoluto e indiferente desprecio, y aludirá a que por lo menos tiene un flamante número de seguidores en Twitter. Entonces ya no podrás hacer nada, LA MALDICIÓN se habrá consumado y EL Escritor será por siempre un escritor maldito.

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