El gurú: ¿ventrílocuo del Absoluto?

 «El agrado se trueca así en un medio, al servicio de la voluntad de poder, y muestra en algunas almas una curiosa contradicción que consiste en necesitar precisamente de las personas sobre quienes se encumbran por su ser y su conducta, para construir sobre el sentimiento de inferioridad de éstas la estimación de sí mismas». Georg Simmel.

«Mientras que usted no alcance a experimentar aquello de lo que hablo, puede encontrar estos pasajes algo repetitivos. Pero en cuanto lo experimente, creo que se dará cuenta de que tienen un gran poder espiritual y pueden llegar a ser para usted las partes más provechosas del libro». Eckhart Tolle.



Estatua De Oro Grande De Padmasambhava O De Guru Rinpoche
Gran estatua de oro que representa la renuncia al Ego


El espíritu de los gurús está siempre en firmes, por terrenos pedregosos desfila con marcial seguridad y ambiciosa hermosura. Le sigue una cohorte de fieles neófitos de larguísimas prendas blancas y rostros solemnes que suspiran y cantan sus mantras embriagados. El gurú carga su fusil retórico con un bellísimo y veloz automatismo, un automatismo casi mágico, de pura continuidad sin mediación con los ítems pobremente materialistas del instante, capaz de truncar la mecánica y el orden de las causas y los efectos, plagado de gestos vacuos pero fascinantes. Se detiene un momento, contempla el cielo secreto del porvenir apenas un segundo y en seguida lo descifra como si fuera un libro escrito en un idioma inventado por él mismo. Apunta a las alturas, allí donde se cuecen todas sus promesas, embarazadas de sí mismas, dispara una sentencia y la muchedumbre, otrora ciudadanos de a pie con sus resentimientos a cuestas, cae en el trance profundo de la verdad y transforma, por el sentimiento de transcendencia y la armonía con las palabras, la voz del gurú en un fenómeno de la naturaleza, como una íntima tormenta o un huracán estomacal, que la remueve por dentro y la eleva hasta las cimas más verticales.

Todo gurú es un ventrílocuo del Absoluto o aspira a serlo: con su obscena concepción de la verdad interior se remite a la doctrina de la reminiscencia, y con su filosofía de la inefabilidad contagiosa, mediante la cual su proyecto comunicativo se reduciría a transmitir un mensaje puro y sin retruécanos, a la catarsis a modo de purga no ya de sentimientos sino de la razón y su crítica: su ciencia se reduce a una matemática de simples restas cuyo resultado será siempre igual a cero pensamiento. El gurú occidental, recogiendo sincréticamente (o más bien reapropiándose) de los hábitos del rancio y anacrónico gurú, del sabio indochino demodé, abisma al oyente y lo hechiza como un encantador de serpientes a través de una música sibilina, suavemente mortífera y complaciente: su verbo oscuro. Maestro del esoterismo, el gurú vive de esa diferencia radical que reproduce en sus seguidores en forma de incomprensión; pues lo que no se comprende, no puede tampoco ser criticado. Esta manifestación de poder absoluto no puede basarse en ninguna violencia explícita, aunque podamos considerar una forma de violencia ese requisito de ruptura del orden racional como condición de pertenencia; se deduce más bien de la simple admiración, sentimiento que apega al alumno con su maestro. Pero no existiría admiración si no existiera confianza: el discípulo ignora, pero ignora confiadamente, porque cree que el maestro sabe. Cuando, por ejemplo, el escritor de autoayuda Eckhart Tolle escribe: «No puedo hablarle de ninguna verdad espiritual que en el fondo usted no conozca de antemano. Todo lo que puedo hacer es recordarle lo que ha olvidado» se está asumiendo que él sabe lo que tú has olvidado, pues necesitas que te lo recuerde. ¿Y sus dudas? Como en ciertas hipnosis regresivas llevadas a cabo por terapeutas incompetentes, mediante las cuales se generan memorias falsas en los sujetos, nada demostraría que aquellas verdades perdidas que puedas recordar, que toda la sabiduría que puedas rescatar de las honduras de tu espíritu o tu conciencia, no sea una falsa memoria inducida por el propio Eckhart Tolle [1].

Si el filósofo Sócrates sonsacaba la verdad en sus alumnos gracias al método interrogativo de la mayéutica, método dimanado de la teoría de la reminiscencia —según la cual, conocer es recordar— y ligado al dualismo —que diferencia el mundo sensible del mundo inteligible de las ideas—; es decir, si era el alumno quien, como una parturienta, debía hacer el esfuerzo racional de alumbrar la verdad que poseía, para el gurú en cambio el proceso cobra un siniestro matiz distintivo: ya no se limita al rol de partera, pues necesita asimismo ser el fecundador de esa verdad mediante su oratoria, de una verborrea indomable y sustentada en una diferencia jerárquica esencial casi idéntica a la de las castas sacerdotales hinduistas —valga añadir una última pirueta comparativa: al método socrático sólo cabe contextualizarlo, sin embargo, en un entorno de debate horizontal como era el de las polis griegas y su tradición filosófica—. El gurú se reproduce en el espíritu de los concurrentes, inoculando su savia alambicada, infectándolos con su absoluta carencia de un auténtico criterio de conocimiento, pues lo que distingue su método es el capricho retórico y la arbitrariedad sonora: sus frases son ciertas porque suenan bien —fenómeno que podríamos bautizar de la siguiente manera: ‘estética acústica del sesgo de confirmación’—. De ahí que el gurú, embebido de ese espíritu dogmático por el cual se anulan las críticas de raíz al formular el propio acto de la crítica como un producto de la ignorancia, medre necesariamente en líder de secta o prospere, si su inteligencia es fina y calculadora, hasta dirigir alguna vastísima corporación antroposófica. Sólo el gurú mediocre, el gurú humilde por anémica sequía y conformista por pura aunque chata arrogancia, se conforma con el best-seller y las conferencias de medio pelo alrededor de todo el mundo. Pero un gurú sin megalomanía es también un gurú aburrido.

¡Oh, Señor, alabados sean nuestros Salvadores! Pues, ¿quién perfora las montañas tristes de nuestras dementes ilusiones, y rasga el velo de la mentira con su precisión indolente? ¿Quién socava las imperfecciones de nuestras almas con su dinamita estetizante, y esteriliza nuestra absurda lógica instrumental colocándola bajo el peso esclarecedor del espíritu? ¿Quién salva nuestras mentes de su ignorancia, y guía nuestras conductas hacia nobilísimas doctrinas morales solipsistas pero no duales, aunque sus propias doctrinas sean duales y dependientes de una gnosis diferencial, de una jerarquía autoproclamada de Ascendidos? ¡Ah! ¡Qué esperanza en la redención, en el saber recóndito del espíritu y el fin de la era técnica y positivista a través de una técnica y de un positivismo de peor calidad! Porque, ¿quién liquida el principio de no contradicción con sus abalorios resplandecientes y redichos, y extrapola las enseñanzas de la física moderna partiendo de una desconfianza absoluta hacia el pensamiento científico y la física moderna? ¡Es el gurú! ¡Eckhart Tolle, Paulo Coelho, Rhonda Byrbe, Deepak Chopra, Louise Hay! ¡El gurú, el genio, el iluminado, el ascendido! ¡Siempre el gurú! ¡Bienaventurados los comerciantes del espíritu, pues a ellos pertenece un bello sarcófago adornado en joyas y otras menudencias! ¿Acaso no aspira el gurú, en su recóndita y perversa ambición, a la pirámide, al enterramiento ostentoso junto a todos sus fieles, sus siervos, sus amantes y el resto de sus renegados tesoros?

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1.

El alumno ignora lo que el maestro conoce, es decir, el objeto que el maestro posee y que distingue su sabiduría de las demás cosas. Pero si el alumno no lo posee, al menos lo intuye en términos generales de ventajas y liberaciones, como una posibilidad de auto-agrado, siendo éste el cebo natural, esta intuición positiva de lo que ignora, con que el maestro lo atrapa. Luego si el alumno desconoce, esto es, ignora lo que el maestro conoce, no desconoce en cambio que el sabio posee una verdad que él desea conocer también. Ese conocimiento específico participa de un prerrequisito: la confianza en que el sabio realmente posea lo que él no puede, en el fondo y por el momento, saber si posee o no. Como escribe el sociólogo Georg Simmel en "El secreto y las sociedades secretas": «De esta manera se distinguen las relaciones de los hombres, en cuanto al saber recíproco que posean unos de otros: lo que no se oculta, puede saberse, y lo que no se revela, no debe saberse». Esto aclara el sentimiento aristocrático latente que existe incluso entre los miembros inferiores de una orden cualquiera: si ellos no saben aún algo, es porque les está prohibido, pero la misma prohibición es una promesa, pues lo prohibitivo es meramente la condición de que más adelante estarán preparados para conocerlo todo. Y esperarán pacientemente hasta estar preparados, puesto que, no tanto el conocer como el pertenecer a un grupo de sabios aristócratas, será especialmente tentador para ellos.


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