I
El Bien es frágil; tan frágil que apenas cabe esperar que nos haga algún bien reconocerlo, aplaudirlo o contemplarlo. Más aún, la mera idea de estar mezclados con el Bien nos cubre de perversiones, y trae consigo fatigas innumerables. Ya sea desde el adormecimiento analítico o temblando de puro sobrecogimiento, la suposición de estar asistiendo al Bien produce en nuestras almas un vértigo de saciedad moral y de reposo psíquico, una ilusión que culmina invariablemente en solipsismo y profundas desatenciones. No existe un trance más placentero que el de falsificar el Bien, y nada quita la respiración como el sucedáneo de las cumbres: ni siquiera el propio Bien. Al situarnos ante el mayor de los resplandores también proyectamos a nuestras espaldas la mayor de las sombras*.
Por eso, el buen testigo es siempre testigo del Mal. Para estar en el Bien hay que estar ante el Mal. Dejar la luz a nuestras espaldas, resguardada de nosotros mismos. Ante la oscuridad restante, ser testigos.
¿Qué es el Mal, y cómo podemos observarlo? El Testigo, un diario escrito por y para el perfecto auditorio del Mal, tiene dos respuestas: una corta y otra larga. La corta es que el Mal es Obsesión, y su observación pasa por la observación del Pecado. La respuesta larga son las reflexiones que ofrecemos a continuación. Pero antes, anticipémonos al reproche más obvio y probable: el de anacronismo y charlatanería por el uso de conceptos generales como el de Bien y el de Mal.
¿Por qué preferimos el Bien y el Mal a las bagatelas específicas, los gráficos y estudios pormenorizados con que se contentan ridículamente las ciencias humanas de nuestro tiempo? De forma colectiva, y con vagas excepciones de misticismo endeble y estetizante, hace tiempo que cedimos al mito de la ecuanimidad científica y nos postramos ante la materia cifrada y el exceso informativo. Sin embargo, no por ello han desaparecido toda clase de elementos sencillamente inmanejables para la ciencia, frente a los cuales el cientificista se conforma con afirmar su inexistencia, separando de forma ilegítima, por cierto, la existencia de la operatividad. La tecnociencia no es el fin de los espectros: su reino sigue lleno de figuras inabarcables. ¿De dónde sale entonces la escabrosa arrogancia de poner fecha de caducidad a dos conceptos universales que sostienen la comunicación misma y expresan nuestras tendencias vitales más profundas? ¿Cómo puede la ciencia exacta, cuyo funcionamiento interno está mediado por factores humanos sujetos al nepotismo y las preferencias subjetivas, pontificar como si gracias a ella los juicios de valor, las confusiones y el sufrimiento anímico hubieran desaparecido de la faz de la tierra? Frente a la suposición de que el Bien y el Mal son reliquias filosóficas carentes de potencia explicativa, aquí tenemos que afirmar categóricamente que la moral humana, con perdón de la ciencia, es amplia y profunda, y que el precio de toda comprensión amplia y profunda del hombre es un fondo semántico lo bastante amplio y lo bastante profundo. No hay manera de adentrarse en el corazón humano sin atreverse a empuñar las grandes palabras. Las almas no se divulgan; se desentrañan.
II
Los ojos
arrojadizos del testigo, muchas veces embotados de tanto Mal, muchas veces
morbonautas, casi pornoscópicos, son los únicos ojos buenos de nuestro mundo. Un testigo no acusa ni cronifica, no comparece ante un tribunal ni cubre
con sus balbuceos el mal que ha visto. Para él nunca hay ausencia
de Bien, ni tampoco ausencia de Mal, sino atenciones dispares, una penumbra luminiscente y transida de horrores. He ahí el viejo Bien que todo lo atraviesa, con sus obviedades
pálidas y rectilíneas, claro y profundo como un abismo de cristal. He ahí el
viejo Mal que todo lo alimenta, salvaje y soñoliento como una ola de gusanos
que bañan con sus ínfimos mordiscos todos los frutos de este mundo.
- Llamaremos MAL a la degradación anímica y fisiológica de quien alberga cierta hipertrofia
atencional (vagamente llamada «obsesión» por el imaginario colectivo).
- Llamaremos MALVADO a quien se encuentra generalmente afectado por el mal.
- Lamaremos MALDADES a los actos realizados bajo el influjo generalizado del mal.
- Llamaremos MALEVOLENCIAS o MALICIAS a los actos no realizados bajo el influjo generalizado del mal, pero sí deseados o pensados, y a la pestilencia espiritual que irradia dicha atmósfera interior.
Es necesario aclarar que no todas las atenciones desproporcionadas redundan en el Mal, sino solo aquellas que subsisten secuestrando o petrificando las regiones anímicas colindantes. A esto lo hemos llamado hipertrofia atencional o, más comúnmente, obsesión: un vórtice de atención exacerbado que monopoliza, subyuga y reduce la diversidad interior del individuo, poniendo su intimidad a orbitar alrededor de unos pocos signos voraces. La diferencia entre la obsesión y el interés radica en la dependencia de los nudos de atención para con sus objetos. Las obsesiones son pasivas y los intereses son activos***. Si quisiéramos averiguar si somos presa de una inercia obsesiva, primero deberíamos identificar el objeto de la obsesión, lo que es de entrada semi-imposible, ya que todo arraigo de la intimidad tiende a normalizarse y a hacerse indistinguible o incomparable con respecto a sus alternativas. Pero sólo después de haber reconocido esa sobrecarga inquietante de cierto núcleo atencional, quizás pudiéramos preguntarnos: ¿puede mi atención desanudarse en este punto, desligarse circunstancialmente de X? Más allá de las puras necesidades, obligaciones y despistes, ¿puedo hacer algo importante para mí que no esté en último término enlazado con X, entregarme sinceramente a diversos asuntos, o lo devuelvo todo a ese núcleo extraño, a esa sola cosa dura y podrida? Lo propio del Mal es la colonización, el olvido de esferas antes fértiles y familiares. En el obseso proliferan los patrones del comportamiento adictivo: alternancia entre el abuso y la abstención ficticia, anasognosia, ritualización del consumo, sesgos relacionales, frustración, dispersión y reblandecimiento mental. La concentración es precisamente lo contrario de la obsesión. No, no es amor, lo que tú sientes se llama obsesión, una ilusión del pensamiento que te hace hacer cosas... Así funciona el corazón.
Para asumir estas definiciones, por cierto, bastaría con aceptar el axioma de que no es posible mantener dos objetos de obsesión al mismo tiempo. Existe, por supuesto, la multiplicidad obsesiva, pero en su interior las obsesiones o bien se desplazan unas a otras o bien se subordinan entre sí. La concesión de suma importancia en que consiste la obsesión no admite variedad real, como sí lo hace el interés. Los intereses guardan jerarquías, se recuerdan y se reconocen entre sí, pero las obsesiones abusan unas de otras y, en su lucha por el dominio completo de la intimidad, fundan la introspección tumefacta del Mal. No hay convivencia pacífica entre obsesiones. Desde la obsesión es casi imposible desarrollar un trato sensible y cuidadoso de ningún tipo. Todo viene codificado por la hipertrofia atencional que considera el mundo en relación con sus objetos de atención prefijados, descartando la periferia, contemplándola como un apéndice más o menos incómodo o como vía de acercamiento a dichos objetos. Una teoría de la personalidad más o menos reciente, conocida como «la tríada oscura», ha descrito con bastante acierto las peculiaridades temperamentales de este ofuscamiento anímico general.
III
Ninguno de los abigarrados manuales de psicología moderna designará jamás nuestras dolencias profundas. En esos manuales sólo hay definiciones técnicas y técnicas definitorias. Pero el límite de la técnica es el alivio: una técnica no puede hacer mucho más que aliviarnos. Y el límite de la definición es la compañía: una definición no puede hacer mucho más que acompañarnos. Además, el propósito último de las instituciones de la salud mental es la reinserción social. La transformación del dolor en funcionalidad. El doliente debe adaptarse al mundo doloroso. Es la transfiguración, mediante técnicas y definiciones, mediante alivios y compañías, del mal socialmente estancado en mal socialmente circulante. Por mucho trato humano con que se adorne, la relación de la institución con el individuo es siempre transaccional.
No hay técnicas
contra el Mal que duerme en nosotros. Ningún manual, ninguna terapia. Necesitamos
la majestuosidad religiosa y la amplitud filosófica para acercarnos siquiera un
poco a la cueva del dragón, para escuchar la exhalación del Mal, mezclada
siempre con el tintineo de su tesoro. Por suerte, no existe una religión que no
haya hecho inventario de maldades. No hay teoría sin conciencia del mal, ni fe
sin su compendio de vicios. El Islam, el budismo, el hinduísmo, el judaísmo y, por supuesto, el cristianismo: todas estas religiones cuentan con su
particular catálogo de hipertrofias anímicas, que apuntan a su vez al mismísimo centro de nuestras vulnerabilidades y necesidades.
Debemos matizar, sin embargo, la visión posmoderna del pecado como prohibición despótica, como dispositivo de vigilancia social cuya función sería supervisar las faltas personales e instaurar una atmósfera de culpabilidad preventiva entre las gentes. Según esta visión, el clero, caricaturizado como fuerza pseudo-policial, se encargaría de administrar la perversión de la masa, y el proceso mismo de la confesión sería una forma de aumentar el poder de la institución religiosa sobre las personas. ¿Quién hay más poderoso en un pueblo que aquel que conoce las depravaciones más íntimas de sus habitantes, suponiendo que estos sean sinceros ante Dios? ¿Quién hay más poderoso que el que puede perdonar?
Pues bien, y sin desmerecer estas ideas, que podrán ser más o menos acertadas según el caso, para nuestros propósitos diremos que el pecado puede observarse de otra manera mucho más sugerente: el pecado, más allá de su función punitiva en el plano sociológico, es también una confidencia antropológica, y contiene información valiosa acerca de lo que nos vulnera, nos preocupa y nos hace caer en la obsesión. Así, si se contempla el pecado no como prohibición sino como advertencia, y no como dispositivo de control social sino como rastro de una ancestral fragilidad humana, se puede arrojar alguna luz comprensiva sobre el Mal. ¡Y qué poco se parece la comprensión a los datos, a los rituales o a los fármacos! ¡Y cuánto se parece a la incapacitación para todo lo que no sea eso: comprender, atestiguar!
Sin duda, la noción de pecado puede ayudar a ver el Mal en su sentido más profundo y, según nuestras hipótesis, contribuir con ello al Bien, pues incita la mirada del testigo, que en primer lugar ha de ser testigo de sí mismo. ¿O es que hay una sola persona en el mundo que no se haya visto agitada por los embates genéricos de la pereza, la ira y demás pujanzas que amenazan con destruirnos desde dentro? Algunos de los pecados tienen una sede principalmente orgánica, como la gula y la lujuria, mientras que otros se parecen más a manías psicológicas, como el orgullo o la envidia. Ninguno de ellos, sin embargo, significa necesariamente la condena de su origen no hipertrofiado. La gula no es la condena del comer, ni la lujuria es la condena del sexo, así como el orgullo no es condena de la dignidad, ni la envidia condena de la posesión. Tal interpretación, insistimos, reduciría el significado del pecado a su uso social punitivo, pasando por alto la profundidad de lo que el pecado señala; olvidando lo que el pecado nos revela sobre nosotros mismos.
El pecado nos está hablando coherentemente de vórtices de atención, de núcleos de importancia en torno a los cuales se arremolinan nuestros deseos, hábitos y esperanzas. Con su carácter preventivo, las listas de pecados señalizan de forma indirecta lo que a la fuerza nos importa y que, por tanto, también puede descontrolarse. Los pecados son un mapa de las obstinaciones posibles: muestran el relieve de todo aquello que puede ser desquiciado y obsesivo en nosotros. La silueta de todo aquello que puede ser malvado.
Así pues, el pecado ilumina las puertas del Mal, y su vigencia queda en este punto más que demostrada. La vulnerabilidad ante nuestros propios deseos profundos es evidente, y cada uno puede encontrarla en su interior. El diagnóstico del pecado es precisamente ese: vulnerabilidad aguda, crónica y eterna, o tan eterna al menos como el propio deseo en tanto que estructura de anhelos y saciedades susceptible de hipertrofia atencional. Una estructura circular (demostrada impecablemente por el filósofo más torpe de todos los tiempos, a quien ni siquiera me atrevo a nombrar pero cuyo nombre empieza por S, igual que el mío; una coincidencia en la que encuentro abrigo en las noches de opacidad reproductiva, cuando todos mis espermatozoides desesperanzados le rezan al dios de los callejones sin salida) que apunta igualmente a la eternidad. El pecado advierte, dice: «¡cuidado, aquí están tus deseos! ¡Con estos agujeros insaciables naciste, a estos agujeros te debes! ¡Por favor, conócete a través del miedo! ¡Durante toda tu vida escucharás el clamor de tus deseos, y los agujeros suplicarán ser llenados, pero ten cuidado con caerte tú mismo dentro de ellos! ¡Cuidado, cuidado!».
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No hay maniqueísmo alguno en esta afirmación. Su verdad, discreta e intuitiva, no depende del circo de blancos y negros con que suele aligerarse la introducción de conceptos aparentemente excluyentes como el Bien y el Mal. Se trata más bien de una revelación preposicional: estar en algo y estar ante algo son dos cosas muy distintas, casi opuestas. Nuestra hipótesis: las preposiciones son esencias actitudinales. En este caso, si aplicamos a los dos conceptos morales más profundos la contraposición entre preposiciones teórico-contemplativas (ante, contra, de, para, según, sin) y preposiciones práctico-participativas (a, bajo, con, desde, en, entre, hacia, hasta, sobre, tras) podemos deducir fácilmente, y gracias a la cuádruple relación de doble proporcionalidad inversa entre parejas de proposiciones elementales que a su vez se encuentran en relación de proporcionalidad directa pero son mutuamente excluyentes, que la visión del bien es idéntica a la realización del mal. Que la visión del bien no es más que el espejismo de estar con el bien. Que el «ante» es un «con» ilusorio, y el «con» es un «en» ilusorio. Y que toda esta ensoñación preposicional olvida la distancia necesaria para atestiguar. Apoyaremos nuestro formalismo con un sencillo gráfico, que hasta un niño ciego podría entender:
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