Tristezas del malvivir

 «Todo tiene su tiempo, y todo lo que se quiere debajo del cielo tiene su hora. Tiempo de nacer, y tiempo de morir; tiempo de plantar, y tiempo de arrancar lo plantado; tiempo de matar, y tiempo de curar; tiempo de destruir, y tiempo de edificar; tiempo de llorar, y tiempo de reír; tiempo de endechar, y tiempo de bailar; tiempo de esparcir piedras, y tiempo de juntar piedras; tiempo de abrazar, y tiempo de abstenerse de abrazar; tiempo de buscar, y tiempo de perder; tiempo de guardar, y tiempo de desechar; tiempo de romper, y tiempo de coser; tiempo de callar, y tiempo de hablar; tiempo de amar, y tiempo de aborrecer; tiempo de guerra, y tiempo de paz. ¿Qué provecho tiene el que trabaja, de aquello en que se afana?»

Eclesiastés, 3:1-9


El Capital desangra tu alma


Salvo a unos pocos inquietos, —incapaces de la paz del corazón, de esos que entran en bucle maniático si no hacen nada, apiñados en el runrún vacío del mundo y que darían todo su dinero a cambio de no quedarse nunca a solas consigo mismos—, a nadie le gusta trabajar. Por trabajar no nos referimos a ese mínimo sucedáneo del actuar productivo que es exigido en este «Reino de la necesidad», ya sea cazar, construirnos una casa o cultivar una tierra —cualquier tarea que proyecte nuestras básicas provisiones sin estar mediada por el salario—. Ni tampoco a lo que hacen nuestros grandes empresarios, políticos o adineradas estrellas del cine y de la música, porque tienen el privilegio de que las manzanas caen siempre en sus cestos. Ya sea bien por simple ganancia económica, la obtención de abundantes cachivaches mundanos, acceso fácil a los placeres más gratos, reconocimiento público y poder social, no sufren por esa miseria rutinaria, por ese protocolo redundante para el martirio humano, por ese desgaste momificante, por esa insolvencia espiritual que representa el trabajo asalariado. En suma: no viven la pesadilla de la vida moderna, no nadan diariamente en las aguas de su amargura esencial, obligados a fingir que todo va bien mientras continúan siendo expoliados, humillados, manipulados, mangoneados, infantilizados y conducidos siempre de regreso al redil de las buenas costumbres civilizatorias. ¿Pero acaso algo puede ir bien? En absoluto, pues si las cosas fueran bien durante solo un segundo, un ridículo instante nada más, las cuatro leyes fundamentales del universo se ofenderían, volviéndose una sola para escarmentar a la humanidad por sus caprichos de felicidad o de benevolencia cósmica: una sola sustancia dedicada en exclusiva a la tortura. Vivir es ignorar que nada puede ir bien.

Pero si vivir es ignorar, una condición indispensable del régimen esclavista del trabajo asalariado será, por lo tanto, mantener a los sujetos en la inopia, en el atolondramiento profundo, ignaros y lechuguinos —hay demasiado escorzo en este proceso, demasiada torpeza logística como para que represente un orden humano de dominación perfecta: es evidente que todo es producto de la necesidad, es decir, de la necesidad del individuo captado por la ideología y puesto en movimiento para engrosar las filas de insalvables que ven una luz de billetes al otro lado de la zanja que ellos mismos cavan generosamente—.  La masa de asalariados consiente, ¡vaya si consiente! Y no solo la masa, sino la propia humanidad. Tiene un motivo para ello: es lo que lleva haciendo toda su historia evolutiva. Ser es consentir, cada segundo que uno reincide en su aliento, se arremolina en torno al murmullo de la sangre o el crepitar siempre crepuscular del corazón, está consintiendo su permanencia en este trágico y absurdo teatro de la carne mancillada a donde las marionetas solo las mueve una innata reticencia a estar quietas, en reposo y contemplando. Madrugar es consentir, responsabilizarse es consentir, darle al rostro un hipócrita barniz de felicidad es consentir, obedecer es consentir, drogarse con ansiolíticos para no romperle los dientes de un palazo al caudillo es consentir, organizarse es consentir, no robar material de oficina es consentir, salir a la hora es consentir, tratar con educación a tus compañeros es consentir, escuchar música alegre para hacer el ambiente más relajado es consentir… 

Sí, todo es consentir, cada gesto es un consentimiento con el estado triturante de las cosas, con su emergencia, actualidad y eterno retorno de lo penoso. Los trabajadores no vemos más allá de nuestro consentimiento, puesto que más allá todo es ignorancia. ¿Quién sabe lo que ocurrirá después, a qué clase de perjuicios y desventuras nos enfrentaremos? ¿A dónde nos arrojaría la valentía de una protesta, de una renuncia, de un plantarse frente al mundo, viendo pasar las horas como alegres despojos contemplativos, un poco místicos, un poco parásitos? A la crudeza nada más, al desierto, a la peligrosa existencia de un bandido, de un indeseado, de un monstruo: una vida de penurias —aunque no de penas: eso es un prejuicio liberal. El progreso ha comprado la pena vendiendo cara la penuria—.  «¿Qué es lo que fue? Lo mismo que será. ¿Qué es lo que ha sido hecho? Lo mismo que se hará; y nada hay nuevo debajo del sol» dice el Eclesiastés, dignificando el Antiguo Testamento con esa amarga sabiduría que nos paraliza cuando debería motivarnos a una conflagración —obviando el importante hecho de que hasta el Eclesiastés pretende que obedezcamos a Dios: ese jefecillo de las Alturas que esconde el pan con una mano y ofrece ceniza con la otra—. ¡Ya cambiarán las cosas, pensamos! Sí, pero a qué hora… pues en las horas que tenemos delante percibimos la amenaza de una felicidad proscrita, pero los epítetos resultan indiferentes ante el inmediato poder de los sustantivos: la palabra felicidad obliga a dejar de leer lo que sea que venga detrás. Esa entrega al futuro, ese cansancio vital deducido de esta, no se expresa solo como un deshacerse en el tiempo, sino también como una impaciencia de las horas. Los propios cadáveres no se limitan a deshacerse: parecen incluso acelerar, inconscientemente, su descomposición. No es el conejo de Alicia el que tiene prisa: es su madriguera la que está acelerada.

Pero no hay más que una hora: la hora de la muerte —cada instante es la hora de la muerte: ya estamos muertos, pero todavía no hemos sucumbido a la actualidad de nuestra muerte: respiramos de prestado—. ¿Despertaríamos los trabajadores de nuestros sueños, de nuestras ilusiones, de nuestras mentiras si llevásemos la hora de la muerte como una perentoria estaca en el corazón? ¿Escaparíamos de la ratonera si nos apercibiéramos de la futilidad de nuestros pesares, de nuestros cansados hábitos, de nuestras porcinas maledicencias o  sacrificados esfuerzos? No, porque entonces nos faltarían los sueños, dado que no sabemos vivir sin ellos, aunque sean sueños desvelados y petrificantes, que exprimen el alma humana para entregar a los poderosos el apestoso zumo de nuestros sudores y fracasos: soñar es sinónimo de consumir. El verdadero negocio nunca está en los cuerpos: lo que se posee es el espíritu. 

La trivialidad de la expresión, su redundante soniquete histórico, no es un mero capricho lírico, ni tampoco una solución: la muerte dinamita todas las soluciones. Nunca hay ausencia de sueños, salvo quizá para los dos o tres sabios que en el mundo haya habido —seamos generosos con la humanidad: media docena de anónimos que nunca anhelaron nada—. Cada paso es la ideación de un camino, un bosquejo ingrato. Puede que vivir sea un proyecto rendido al vacío, pero esa rendición al vacío nunca se cuenta a sí misma como rendición: tenemos tanta sed de ficciones como las sanguijuelas de la sangre: miradlas ahí en el río, relampagueando de necesidad. Incluso las más deprimentes visiones filosóficas del mundo son redentoras o utópicas, cuando no confesionales —la confesión es la búsqueda de un equilibrio interno, una compensación ilusa, supersticiosa, que no obstante debe funcionar a las mil maravillas, a juzgar por su profusión de practicantes—. ¿De qué sirve una meditación, o peor aún, una evocación poética de la muerte? Si la evocación de la muerte pretende ser una liberación por el conocimiento, una forma negativa de la gnosis —incluso una ascesis—, debemos reconocer su fracaso irremediable: no deja de ser una fantasía entre otras, una negociación de los términos con la vida, pero la vida no acepta negociaciones, es terrorista por naturaleza, no diplomática, y contarse para la muerte implica también comprometerse con la vida aunque sea temporalmente —esa temporalidad discurre del ahora totalitario: contándose para la muerte se puede vivir todavía cien años—. 

Los trabajadores asalariados son en su gran mayoría una masa de cansados, mediocres, zalameros, mentirosos, amargados, cobardes, orgullosos, arribistas, indolentes, resentidos, una masa perfectamente preparada para su auto-inmolación —carne de cañón— en beneficio de un aparato estatal levítico y del poder financiero mundial. ¿No sería mejor hacerlos hervir en aceite a todos? Sí, porque se lo merecen, pero ¿no sería aún más eficaz y tan solo un poco menos virulento, como defendía el polemista Luis Bulfi de Quintana en su artículo «Huelga de vientres», dejar de proporcionarle al régimen capitalista su fuerza de trabajo, es decir, rehusar a la procreación? Este argumento, exageradamente cauto en el fondo, no tiene nada que envidiar a la apoteosis virginal de Mainländer o al argumento de la asimetría de David Benatar. Si quieres matar de hambre al régimen del trabajo, lo primero es dejar de regalarle su carne de cañón. Pero las desgracias rutinarias, las sangrías laborales de cada día, producen una exacerbación de los bajos instintos, por la cual un empleado, quizá mentalmente sano, se llega a comportar como un tirano, como un cavernícola, como un engendro envenenado. A esta clase de degenerados y degeneradores, de débiles y de debilitantes que han sucumbido a la servidumbre con total satisfacción de sí mismos, de poco se les puede convencer: si tienen suerte, algún día «las escamas se les caerán de los ojos». ¡Nosotros no contaríamos con eso! La esperanza por el mal ajeno, por muy justificados que nos sintamos a desearla, es siempre una concesión a la típica depravación humana: la ilusión de que es posible redimir, a través de una lógica punitiva, al demonio que se actualiza, de vez en cuando, en cada uno de nosotros. ¡Ay, qué bien se le da a ese demonio seducirnos!

¿Qué hacer? En primer lugar, no seamos muy pesados: «El sabio tiene sus ojos en su cabeza, mas el necio anda en tinieblas; pero también entendí yo que un mismo suceso acontecerá al uno como al otro». En segundo lugar, no nos creamos tan diferentes: una protesta hacia lo general multitudinario no es más que un retintín, un mohín banal de desaprobación con el cual nos adulamos a nosotros mismos. Y en tercer lugar: ¿qué importancia puede tener? Todo en este mundo es necesidad. No es el miedo, como dijeron algunos arribistas y traficantes de esperanzas, lo que debe cambiar de bando, sino la necesidad. ¡Esperemos a esos átomos salvadores, a esas partículas elementales que los físicos aún están descubriendo, a las enésimas magnitudes que rigen cada poro exudado de nuestros sufrimientos! Solo ellas liberarán al hombre de su yugo asalariado: no lo hará la política, la filosofía, la revolución ni la ciencia. ¡Lo harán las delicadas, nimias pero salvíficas, interacciones cuánticas del microcosmos!

Todo es inútil, pero como dice Cándido: sigamos cultivando nuestro futuro, porque a todos nos llega la muerte: esa terrible paz del alma que mueve montañas, continentes, planetas, galaxias, universos y dioses… El tedio profundo del corazón no se redimirá con poéticas ni revoluciones, el hartazgo del cuerpo no desatará su loco nudo por la cautela de los políticos, pues todo es  «vanidad y aflicción de espíritu». Una cosa basta, un único ejercicio de destilación es suficiente: liberarse de la mundana esperanza para desesperanzarse trascendentalmente. 

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