Turboliteratura: la Feria del Libro de Madrid

Editor promedio ponderando los horizontes comerciales de su alma.


Ayer los periodistas de El Testigo tropezaron con la 84.ª Feria del Libro de Madrid y se entretuvieron olisqueando la elevación de las almas culturales. ¡Hedor ascendente! Más de trescientos libros dieron vueltas en sus manos, y tanta abundancia no puede pasar por delante de un periodista experto sin que este encuentre una ley humana, natural o divina de la que quejarse. Nuestros queridos lacayos del azar observaron que todas las contraportadas se habían untado con el mismo verbo: sumérgete, sumérgete, sumérgete.

    ¡Cuántas veces nos han ordenado sumergirnos en esos mundos chapuceros, en esas ideas de papel que hay en los libros! ¡Cuántas veces nos han vendido un libro para perdernos de vista! El nuevo imperativo categórico-editorial, “sumérgete”, parece invitar a la desaparición del lector: solo así podrá el libro quedarse a solas consigo mismo, embelesado en su torpe armonía de mónada rentable. El mercado literario, reconozcámoslo, vive de hacer aguadillas a sus lectores. Y mientras los libros abanican impotentemente a sus autores como quien abanica un sol podrido hasta la médula, los autores transigen, contemporizan y se dejan halagar por la destrucción de sus almas. La rentabilidad de los libros se asegura ampliando el público posible, y el público posible se amplía reduciendo al mínimo las exigencias de su lectura en términos de complejidad y sensibilidad. El resultado es una merma espiritual que se retroalimenta violentamente consigo misma hasta lograr, además del consumo, la plena identificación de la sensibilidad y el fingimiento. Es, en realidad, un problema temporal de primer nivel: ¿consumimos antes o después de consumir?

    La vieja creación literaria requería paciencia, aislamiento y oído, tres elementos que ofenden mortalmente al tiempo actual. En su lugar, se ha instalado un régimen productivista de escritura masturbatoria, sudorosa y performativa, inspirado por un mercado editorial que se organiza en torno a la visibilidad social y se adecúa a la explotación de parámetros políticos e identitarios. La industria literaria (junto con la musical, aunque esta última al menos no pretende disimular tanto su histeria: lo interesante es que la música hace de su vulgarización su santo y seña, pero la literatura apenas conserva los valores comerciales, o ni siquiera: no se identifica ya con nada, precisamente porque solo se identifica con valores económicos enajenados hasta tal punto que exprimen y sofocan cualquier reducto de estilo) es quizá el mayor ejemplo de putrefacción espiritual generalizada de que disponemos en la esfera de la cultura.

    ¿Cómo oponerse al tráfico de virtudes? ¿A quién le va a parecer mal que se difunda la pobre literatura, con sus promesas instructivas y sus ojos de cordero degollado? Ah, pero la literatura es ya un estertor y ha sido prácticamente sustituida por el aprovechamiento mercantil de la figura del escritor. Se sacrifica la literatura por un lugar en la literatura, por la fanfarria, por un puestecito en la Feria del Libro, y ese lugar siempre lo ocupan los mismos: bien acreditados, graciosillos, amables, como tú y como yo solo que mejores, dicen una frase detrás de la otra, colocan una tristeza primero y una sonrisa después, gesticulan su cálculo social y nos convencen de algo. ¿De qué? ¡No lo sabemos! ¿De que son sutiles y geniales? ¿De que nosotros, por leerlos, lo somos también?

    Pero no asistimos al nacimiento de obras geniales sino a la eterna permutación del arribismo personal y el beneficio empresarial. Al arribista literario no le hace falta carisma, ni siquiera vive de eso (no es como el músico): vive del tema reducido a estribillo, tal vez del argumento picante y de entretener a sus lectores como si no se entretuvieran más y mejor con Tik Tok. Queda la sospecha de que esto lleva ocurriendo durante mucho más tiempo del que queremos creer. ¿Quizá el negocio fue turbio siempre, y nuestros genios son los restos de una derrota cultural que arrastramos desde Homero, una derrota que lleva dilatándose a lo largo de toda la historia de la literatura? En cualquier caso, está claro que la interioridad que habría de cultivarse está siendo anunciada mucho antes de poder ser interioridad siquiera. El alma se convierte, en el mejor de los casos, en un descuido, y en el peor, en un simulacro, en una excusa para que el autor pueda aparecer junto a su libro con la sonrisa tierna y ligeramente confusa del presidente que posa junto a un perro prestado.

    Todo autor es autor ceremonial y así debe mostrarse: dócil, decente e ideológicamente sabroso. Debe someterse a un imperativo de productividad escénica constante, acudir al mayor número de eventos posible y girar en torno a los talleres, firmas, coloquios, premios, festivales y ferias como un huésped necesario de un proceso comercial que lo absorbe y lo modula. El disenso es bienvenido solo si es protocolario, si no toca la estructura que lo aloja. Se puede criticar el sistema desde dentro, siempre que la crítica esté diseñada para no incomodar a quien paga las copas. Incluso el gesto oscuro es nicho editorial. Ensayos de crítica social, poemas ecologistas, novelas de conciencia de clase: todo le despierta el apetito a Moloch, que se relame más si cabe con las almas moralmente preocupadas que cruzan sus hornos sin fin, como refritos cándidos de virtud y pecado. Escribir contra el sistema está previamente integrado en el sistema. Y más aún: es lo que mejor se integra en él. A todo cliente le gusta gozar de un producto exclusivo, inesperado y, por qué no, con un condimento de redención moral. El autor rebelde homologado forma parte del mobiliario, se une al coro difuso, escribe con insolencia para destacar, pero nunca incorpora la violencia necesaria para inquietar. Toda crítica es un estilo y, como tal, es susceptible de ser asimilado comercialmente. ¿Dónde están nuestras queridas amenazas? ¿Dónde están las corrosiones que ablanden los cimientos? ¡Si todos se sienten corrosivos, la literatura debe estar levantada sobre un mar de ácido! Y si la literatura no amenaza al capitalismo, ¿por qué iba a amenazar a la estupidez?

    La putrefacción de los procesos editoriales es ya indisimulable. Cada año aparecen cientos de libros que dicen lo mismo, con el mismo tono, la misma estructura y la misma insensibilidad correcta, perfectamente fiel a las gárgaras del imaginario colectivo. Las editoriales independientes reproducen los mismos vicios que las grandes: concursos amañados, fotogenia, jurados incestuosos, estrategias de afinidad, círculos carismáticos, recomendaciones cruzadas, compraventa de elogios… Los manuscritos se evalúan por la potencial visibilidad del autor o su encaje en una línea de mercado, y el talento es observado de entrada como una circunstancia algo triste: no por mala fe, sino porque resulta ineficiente, desbordante, imprevisible, lento.

    La turboliteratura actual cumple uno por uno todos los requisitos mercantiles de aceleración de lo presentable, de lo reproducible, de lo rentable. No hay tiempo para escribir lentamente, ni para escribir mal, ni para no escribir. Toda espera es sospechosa. Todo repliegue es invisibilidad, y la invisibilidad resulta intolerable porque es sinónimo de fracaso comercial. El lenguaje ha dejado de ser sustancia para convertirse en interfaz: un medio de circulación de intereses. Como forma extrema de escucha, la literatura no puede sostenerse en estas condiciones. Requiere una soledad que es inviable, una intensidad que es indeseada, una búsqueda que es incomprensible y que no cabe en ningún catálogo.

    Es preciso aceptar aquí las posibles acusaciones de nostalgia y de elitismo, de incorrección y de censura. Las aceptamos todas. Somos nostálgicos y elitistas. Somos inquisidores rabiosos y no solo aceptamos las acusaciones: las cultivamos. Cultivamos la nostalgia de lo posible: un tiempo en que el silencio fuera fértil. Un tiempo sutil, extraño, fiero, en el que las maravillas no se nos dieran a todos, ni a todas horas, ni con todas las luces encendidas. Un tiempo de seres anónimos, descuidados del triunfo y de la gloria, dedicados al eterno discurso de lo fútil. Restauremos (o inventemos) el horror al aplauso.


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