Y a Kafka, ¿qué le pasaba? Revelación o Barbarie

(...) sólo soy el último de los guardianes. Entre salón y salón también hay guardianes, cada uno más poderoso que el otro. Ya el tercer guardián es tan terrible que no puedo mirarlo siquiera. 

Ante la Ley, Franz Kafka.

Y a ti, ¿qué te pasa?


Kafka tenía razón —¿qué es la Metamorfosis, sino una revelación?—. Más de cien años después de su muerte, seguimos haciendo el mameluco, importunados por los estamentos públicos, sometidos al poder económico, espiritualmente destruidos por el orden absurdo del sistema y en consecuencia neuróticos —más neuróticos que nunca—. Lo prueba, a su pesar, la última campaña del Ministerio de Sanidad, cuyo eslogan —«¿Y a ti, ¿qué te pasa?»—quiere constatar que el sufrimiento tiene causas económicas a las que no estamos prestando suficiente atención.

Es una obviedad, por otra parte, que el Gobierno no le está prestando la suficiente atención a las causas materiales del sufrimiento —¿pueden los conjuntos abstractos de las grandes organizaciones políticas prestar atención?—, de modo que es dudoso que los ciudadanos lo necesiten para esclarecer su verdad, como si fueran discípulos del Gran Buda. Aparte de que el ser humano ha sido siempre desdichado, y que siempre lo será —a no ser que nos roboticen el alma, saqueen nuestras penas y abolen nuestros remilgos—. El sufrimiento es el más preciso y elevado contacto con la verdad del mundo, el puente entre la cosa en sí y su entendimiento. Cuando sufrimos nos entregamos al flujo incesante de la sustancia. Ahora bien, ya que hay sufrimientos inextinguibles, a los que casi podríamos calificar de buenos, podemos limitar los malos y superficiales para marchar ligeros de peso hacia el abismo: se puede, y sobre todo se debe, sufrir mejor. 

La burocracia no es solo un elemento constitutivo de la alienación capitalista posmoderna, también des-responsabiliza moralmente al ser humano de sus acciones. Al otro lado de la luminosidad que arroja nuestra lámpara no hay hombres, sino fantasmas, gases, electrones, malignos vapores estériles que no aclaran su localización por pereza de sí mismos. Culpar, por ejemplo, a la ministra de sanidad por la estulticia de la campaña equivale a una romantización de la realidad política, por eso exigir dimisiones es siempre un acto de estupidez y de ignorancia. Fulanito debió dimitir por sus errores —indignémonos con ganas si no lo hace, pues todo el mundo sabe que la indignación es un embrujo: al indignarnos, sometemos a los astros al arbitrio de nuestras pasiones—. ¿Pero qué errores? Los errores de toda la estructura de su partido, del organigrama de su gabinete, de la colectividad democrática, de una evasión generalizada de las competencias que va mucho más allá de sus torpezas y malicias particulares. No es Fulanito el que debe dimitir: es el Estado el que debe rendirse y entregar los BOES. ¿Acaso redactó Mónica García, que apenas habrá redactado un par de líneas desde que abandonó la medicina para entregarse ociosamente al sindicato, esa tautología conceptual a través de la cual se pretende explicar la iniciativa política? «Campaña enfocada en los determinantes sociales que influyen en cómo nos sentimos». Hasta dónde sabemos, los determinantes hacen algo más que influir: esto es lo mínimo que son capaces de hacer.

Ni siquiera el Presidente tiene una responsabilidad moral privilegiada por sus decisiones, porque entre las decisiones y sus consecuencias media toda una serie protocolaria de consentimientos individuales que las diluyen en el mecanismo perfecto de la racionalidad tecnocrática y economicista. Se dirá que no es lo mismo tener responsabilidad moral que política, pero la línea entre ambas responsabilidades no puede trazarse radicalmente sin el reconocimiento de una absoluta disociación de naturaleza anti-política que es, por lo demás, hipócritamente mezquina. 

    Ahora que está de moda el concepto de la anti-política, por cierto, ¿qué hay más anti-político que la moral? Por incompetente, absorto o mediocre que sea un político —y la gran mayoría unen a la incompetencia una absoluta desfachatez antisocial—, su responsabilidad moral nunca será suficiente para evadir la responsabilidad moral de los individuos dedicados, en exclusiva, a la sumisión, a la obediencia y al consentimiento, en suma, a la vocación esperanzada de carne de cañón autoconsciente. Es cómodo exigir responsabilidades políticas: eso nos permite sustituir el deber por la indignación. La mayor parte de los discursos son nubecillas blandísimas y adorables donde la cabeza descansa en una larga y estupidizante siesta. Pero el mal continúa expandiéndose mientras sesteamos, y todos formamos parte de su cadena de contagio con nuestro consentimiento al estado de cosas. ¿Acaso le pidió Hércules a la Hidra que dimitiera? ¿Y Perseo a la Medusa, o Teseo al Minotauro, o Indra a Vritra, que mantenía cautivas las aguas del mundo? ¿Quién mantiene cautivas las aguas de nuestro mundo? Si por aguas entendemos recursos, los políticos no son más que intermediarios chamánicos y ambiciosos entre los capitalistas y los sedientos. 

¿Pueden los determinantes económicos influir en cómo nos sentimos? Preguntémonos esto sin asomo de burla, comenzando por redactar bien la pregunta: ¿es el sistema económico capitalista el que nos hace infelices? Para empezar, debemos responder que no, porque los seres humanos solo ha nacido para ser encadenados y sufrir —fijémonos en el sonido tan espléndido que hacen sus cadenas al chocar: caminar y envolver el ruido con la música casi parece un destino genético. ¡Y qué gemidos tan espléndidos! ¡Qué escorzos de bailarinas! ¡Qué epilepsia tan sugerente!—. Pero supongamos que sí, porque suponer es mucho más lúdico y edificante que simplemente despachar el tema como se merece, dado que muchos seres humanos se quejan de las miserias de sus vidas en un sentido típicamente económico. ¿Qué puede hacer el Gobierno para paliar esos sufrimientos, aparte por supuesto de desaparecer y dejar campo abierto a nuevas relaciones políticas al margen de su socavante milicia propagandista? Autómatas parsimoniosos, papanatas funcionales, hastiados adúlteros, casposos de vanguardia, plebeyos acólitos del fondo monetario internacional, vendedores de humo, ineptos ampulosos, pastores con vértigos, esperanzados prolijos, elitistas del montón con tufillo a pachulí, macilentos demagogos, encantadores borrachos de serpientes, mezquinos arribistas y toda una larga, infinita ristra de homeópatas políticos y sus asesores han apostado por la ficción de una reforma que no es más que una usura moral, un canto de sirenas estridente al que solo acudimos, como escribió Kafka, por temor de su silencio: ¿quién de nosotros sabría qué pensar si no se lo dijeran los políticos, esa casta sacerdotal de nuestro tiempo?

     Ni el Gobierno, ni sus asesores, ni sus tecnócratas a la sombra, ni los tertulianos, ni los intelectuales antisistema pueden alterar aunque sea un ápice el rumbo económico —o mejor dicho, el deambular martirizante de la economía—. Y ninguno desea hacerlo: llevan toda la vida llenando sus bolsillos, elevando sus autoestimas y adulando su vanidad con la irresolución de nuestros problemas, al punto que han hecho de la incertidumbre pública, del penar humano, de la intermediación con la servidumbre una lucrosa profesión. Lo más que puede inspirarles nuestro sufrimiento es un estudio sociológico, un discursillo populista, una columna de opinión, un congreso de salud mental, una editorial ecológica, una fecha en una agenda, una campaña ininteligible, en fin, apenas un mohín de esos que ni siquiera arrugan la cara. 

Vivimos como misioneros resentidos y sin fe, oyendo la protesta inveterada del desierto, esa protesta insustancial que no motiva más que a la continuación ad nauseam de una existencia autoindulgente, exhibicionista e indignada por todo, aunque urgida a nada. Sí, seguimos protestando, a veces hasta quemamos un contenedor de basura, pero solo si eso aligera el peso de nuestro irremediable abandono, de esa disipación paradójicamente individualista. El sufrimiento, sin embargo, sigue siendo nuestro, irreductible al cuerpo que lo cobija. La Metamorfosis nunca fue una pesadilla —quisimos disolverla como pesadilla para desentendernos de ella—, sino la realidad del capitalismo post-tardío, con la exasperación hedonista análoga a la disolución de la responsabilidad y la muerte de la soberanía. 

     No hay grito sin fe, ni rebelión sin destino, solo la lenta deformación moral que impone la maquinaria. Cada insecto victimista es un desecho típico de la época: nadie decide, nadie actúa, nadie responde. La conciencia no arriesga ni renuncia, apenas se redime: cada cual ejecuta su parte insignificante en la cadena determinista de lo político reducido a simple física de partículas, con las manos limpias y el alma sucia, mientras la responsabilidad se diluye en serie como en uno de esos preparados homeopáticos hasta que ya solo queda agua o, en este caso, el limo insidioso de la desidia. ¿Quién hizo qué? ¿A quién debemos echarle las culpas? El deber desaparece desintegrado en la hiperfuncionalidad de los cargos, los procedimientos, las funciones, las competencias, los rangos y sus continuas y perpetuas evasiones de lo radical. Incluso las buenas iniciativas, cuando tienen un protagonista, tienen más prensa que buenos efectos. Un eslogan facilón, una promoción astuta, un valor oportunista, una narrativa demagógica, un diseño visual simpático…

    ¿Es la literatura de Kafka una respuesta al orden mundial de alienación? O más bien: ¿qué le pasaba a Kafka? ¡Qué sabremos nosotros lo que le pasaba! A los insectos no se les comprende, a los condenados no se les comprende, a los súbditos no se les comprende, a los ilusos que anhelan justicia no se les comprende, a los artistas del hambre no se les comprende: se les entierra en paja y se coloca una pantera en su jaula.  Vale lo mismo decir que se los entierra en una campaña absurda y se cierra la jaula con un eslogan misterioso. Allí en nuestra jaula hemos aprendido a no interceder, naturalizamos nuestra miseria y nos debemos la opresión como si tuviéramos que saldar una deuda antiquísima. Poco a poco aprendemos también a no pensar, y más pronto que tarde delegaremos la imaginación en el fluir ortopédico y espectacular de la democracia representativa, del sistema tecno-capitalista y sus procedimientos legales de expolio. El Gobierno se preocupa tanto de sus ciudadanos que nos pregunta qué nos pasa. ¿Pero y Kafka? ¿Por qué nadie piensa nunca en lo que le pasaba a Kafka?

Al mundo ya no le debemos una revolución, sino una cruenta elegía: un mundo donde nadie hace sufrir, pero todos permiten el sufrimiento, no necesita que nos opongamos —y suicidarse por lo visto solo motiva nuevas y todavía más delirantes campañas gubernamentales. ¡Qué rostro tan compungido pondrán los presentadores de noticias cuando refieran, por enésima vez, el dato  anual del suicidio en España! ¡Psicólogos, sociólogos, filósofos, diputados, economistas, historiadores, todos tendrán una maravillosa memez que añadir! ¡Y hasta famosos de la peor calaña se apuntarán a la frivolidad de esa falsa compasión que no será sino una incitación soterrada al suicidio, puesto que verdaderamente su compasión dan ganas de matarse! ¿Que el suicida ya no funciona? Bueno, eso es lo que suele ocurrir con los cadáveres: ya no son buenos asalariados—. La manzana ya está incrustada en nuestro caparazón. Es cuestión de tiempo que comience a pudrirse, envenenando nuestra sangre y corrompiendo el alma entera.  Lo último que piensa Gregor Samsa antes de morir es que le haría un favor a su hermana si desapareciera. ¡Y vaya que si le hace un favor! La diferencia entre tú y Gregor es que tú no le puedes hacer ningún favor al Gobierno. ¡Os separa un abismo de intermediarios! 


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