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El castigo de aprender |
La filosofía, dicen los libros de texto del bachillerato y algunas enciclopedias pronto descatalogadas, nace del asombro, y consiste en amar la sabiduría y hacerse preguntas. ¿Acaso necesitamos mayor prueba que esta antitética descripción para atizar en la cabeza a los profesores con las llamas de sus ridículos libros de texto? ¿Qué sería del profesor sin su Sagrada Escritura? Se volvería la víctima automática de una perorata sin fundamento, de un balbuceo sordo a la afrenta y vacunado contra la réplica de la multitud anonadada, como un actor al que le han robado el guion y por no reconocer la pérdida, pero queriendo cobrar sus honorarios, se inventa las líneas sobre la marcha.
¿Qué tiene que ver el amor por la sabiduría con el asombro, el asombro con las preguntas, las preguntas con el amor, o el amor con el asombro? ¿Acaso podemos amar la sabiduría? ¿No amamos más bien nuestras preguntas, como síntoma de ese desmedido amor propio típico de nuestro tiempo? ¿Se puede acaso enseñar el asombro? Los profesores, con esas Sagradas Escrituras que juran cuando opositan, como jubilados espasmódicos consagrados a su viagra, no dicen nada de esas cuestiones, lo que prueba que la filosofía no puede enseñarse y que los profesores aman menos el silencio que su sabiduría de pregoneros.
Han pasado más de cien años desde las primeras críticas a la institución escolar, pero la crítica ha fracasado en su empeño revolucionario. Es más: parece condenada a seguir fracasando —condena que es casi un hecho histórico, de lo contrario no tendríamos que padecer nosotros el sopor de esta escritura—. La crítica no ha querido ser más que, justamente, una crítica a la institución, cuando no un odio encubierto. Pero este odio es el problema: el odio a la institución es un odio compasivo, un odio de lo abstracto, analítico y pretencioso, un odio sin bagaje ni entusiasmo, un odio incompetente que no sabe apuntar a los profesores. La crítica no ha querido, en el fondo, purgar el mundo de esos innobles mercenarios, de esos militantes civilizatorios, de esos sacerdotes perezosos de la medianía, tan solo restablecer doctrinas, reorganizar las jerarquías e inocular el veneno de una nueva ideología. Pero la verdadera vocación del profesor es el envenenamiento moral del alumnado, cuando no su completa aniquilación espiritual. Vencido el espíritu del alumnado, el profesor se siente contento por haber hecho bien su trabajo. ¡Y cuánta razón hay por debajo de ese lujurioso contento! Una clase solo puede acabar bien con la ejecución del profesor. Mientras los críticos de las instituciones no se tatúen en la frente ese objetivo, toda su filosofía no será más que palabrería hueca condenada al olvido en un libro de texto. ¡Es que eso es lo que quieren, esa deshonrosa fama es todo a lo que consagran su obra!
El mediocre imaginario colectivo, cínica elaboración conceptual homogeneizante, declama que la enseñanza ilustra a los jóvenes, los prepara para una vida mejor, hace redoblar las campanas de su sed de conocimiento y les entrega al campo abierto del misterio, universo fascinante donde los haya. Así los jóvenes, como testigos y ahijados de la educación, se hacen cargo de su humanidad para reproducir en la generación siguiente los mitos típicos de su época. El profesor es el cuco que pone sus huevos en los nidos de esos pobres alumnos, con la diferencia de que su estrategia reproductiva consistirá en que sean los mismos alumnos los que se devoren y excreten a sí mismos como librepensadores, amantes de la cultura, ansioso-depresivos y amorales degenerados en consumidores. En el alma de los alumnos, el profesor es termita insaciable: un pedófilo disimulado. ¡Cuántos profesores no se habrán restregado con sus alumnos por el simple gusto de continuar su obra fuera de los márgenes, más que por el deseo sexual propiamente dicho!
Hay que reconocerle al discurso público la profundidad enajenada de sus quimeras. El grado de autoengaño tan sofisticado alcanzado por la sociedad es digno de admiración: por lo menos debemos maravillarnos de la calidad de nuestra catástrofe. Con independencia de los temas de enseñanza, aunque incluso la elección de estos ya es pura mitología progresista, la escuela es un sacerdocio de la ruina espiritual a través de la disciplina, la gran productora de subjetividades redondamente mermadas. ¡Qué arquitectura de la desgracia tan barroca! Uno tiene la corazonada, cuando se asoma al abismo sin fondo de la estupidez humana y sus pedagogos, que el vértigo que lo empuja hacia la caída es la forma más compleja de admiración.
Durante la época de estudio los niños solo aprenden tres cosas socialmente significativas: a volverse dóciles, útiles y reprimidos. La benevolencia, el remordimiento, la pusilanimidad, la resignación son el producto definitivo de la escolaridad, su destilado más puro y al mismo tiempo opaco. La disciplina académica no es solo una forma de represión, sino la producción misma de los seres humanos alienados que engrosarán las filas de ciudadanos libres y hedonistas, rencorosos, neuróticos y estupidizados. La disciplina que el profesor impone exaspera un doble juego no tanto entre fuerza y debilidad como entre carencia y necesidad, entre ignorancias socialmente consentidas y conocimientos ideológicamente obligados. ¡Qué astuto engendro de la depravación es el profesor! Al aumentar, por ejemplo, la capacidad memorística del alumno por medio de los exámenes y los deberes, merma su pensamiento crítico, su raciocinio y habilidad para problematizar las manifestaciones sociales más miserables de la ideología.
De esta forma, otra cosa que podemos reconocerle a los profesores es su éxito absoluto a la hora de adaptar a los individuos a la lógica del sistema técnico-industrial, el perfecto, pleno y casi místico dominio que ejerce sobre las mentes, homogeneizándolas, adormeciéndolas e integrándolas en su digestiva maquinaria de desintegración personal. De entre todos los profesores, los peores son sin ninguna duda los maestros de primaria, pues ellos moldean y destruyen a los seres más libres y puros, y por lo tanto impresionables, que existen en el mundo. El ejercicio de su poder sobre estas pequeñas obras maestras de la carencia y el infortunio, del azar genético y la sombra paternal, es una despreciable demostración de vileza. ¿Quién puede querer tener hijos, sabiendo que las instituciones académicas burocratizantes del entendimiento se asegurarán de su degradación intelectual, moral y física? Sería mejor parir serpientes, para que repten a las entrañas más profundas de las cuevas más recónditas y murmuren allí sus negros presentimientos, mientras acumulan el veneno mortífero que solo las criaturas destruidas poseen. La niñez le pertenece a los profesores de primaria: ellos son sus demiurgos degeneradores. ¿Y qué degeneran exactamente los profesores? Una conciencia libre de culpa por el fracaso socializante. Lo esencial del desencanto que la escuela primaria propicia parte del reencuentro del niño consigo mismo a través de la culpa. Esta culpa no es siquiera moral, sino únicamente debilitante, decadente, neurótica… El niño es visto, reprendido, reconducido, castigado y, luego, como reflejo de ese dolor del castigo, comienza a saber de sí mismo: yo soy esto que sufre, esta cosa dolorosa incapaz de adaptarse a las exigencias arbitrarias de sus profesores, condenado por todo y por todos, marginado a la pared o apaleado por sus compañeros. La mirada ya nunca se apartará de sí misma. Un niño será malo, por ejemplo, cuando se rebele contra sus mayores, mientras solo se rebele contra sus iguales será travieso.
¡Ah, nuestros queridos humanistas! Y estos pos-modernos socialdemócratas devenidos en refunfuñadores profesionales, en plañideras anestésicas, en optimizadores infiltrados de la escuela. ¿Por qué insisten tanto en ese concepto de justicia social que únicamente reparte penas por doquier a través de una lógica de reparto de bienes meramente capitalista? ¡Que todo el mundo tenga, sí, pero para tener hay que producir! ¡Tantos ensayos, tantas ficciones, tantos discursos fingidamente radicales pretenden que nos limitemos a odiar a los ricos! ¿Y qué hay de los profesores? Los profesores son los principales generadores, regeneradores, multiplicadores y, paradójicamente, aniquiladores de ciudadanos libres. Todo profesor es un Leviatán contrahecho, un Abaddon resabido, un Asmodeo condescendiente, un Mefistófeles que aprende hoy la lección que enseñará mañana. Es imposible creer en una utopía que no comience por hacer hervir en aceite a los profesores. El odio a los profesores es el Dios del odio.
Los humanistas nunca han querido iluminar al pueblo, y solo lo han podido cegar a medias, porque la ignorancia es sobre todo creer que se sabe. De ahí la insondable mediocridad de sus agentes para el exterminio de la conciencia. La filosofía no nace del asombro, sino del miedo animal, y consiste fundamentalmente en atar y desatar, en odiar y en amar, en apartarse y regresar. La filosofía solo enseña una cosa: que el odio a los profesores nos hace menos humanos, y como el concepto de lo humano es el principal dogma progresista y su ramplona metafísica que enseñan los profesores —instrumentos conceptuales, utensilios, también las palabras son armas—, debemos bestializarnos y entregarnos a esa mayúscula carnicería festiva, a esa «desescolarización del pensamiento» y sus hambrunas mentales. No se puede enseñar el asombro, pero se puede instigar al odio, aunque comparado a los resultados del mismo odio, esta instigación palidezca por su pequeñez y uno se pregunte si no estará acaso retrasando hasta después de su muerte el momento real de su rebelión. ¡Qué tierna es la infancia hasta que se cruza un profesor en tu camino!
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